Para hablar
de Dune, en la versión cinematográfica de Dennis Villeneuve, debemos hablar de
amplitud, en dos sentidos yuxtapuestos: en la amplitud de su banda musical y en
la amplitud de sus planos. Ambos, ya en plena frecuencia, le dan toda su
capacidad de inmersión. Porque lo que provoca esa simbiosis entre banda sonora
y planos monumentales es la épica visual que dio origen al cine. Hablamos
entonces que Dune 2021 privilegia la épica visual y deja que el texto narrativo
quede como recurso individual para los cinéfilos y lectores que ya conocen de
sobra la saga espacial del siglo 102, fecha en que sucede este relato (año
galáctico 10,191) de Frank Herbert.
Villeneuve
le cede a la monumentalidad la capacidad de transmitirnos lejanía, tanto como
nos afecta entrar a una inmensa catedral gótica o a un cañón. La sensación de
pequeñez ante los planos elegidos crea la intemporalidad, y eso le brinda al
director la oportunidad de darnos una historia que ya conocemos, pero que nos
obliga a imaginarnos una época que, en conjunto, es inaprensible. El efecto psicológico entonces es
sobrecogedor, y la energía desatada por la banda sonora de Hans Zimmer es la
acumulación que precede a la revelación, la energía espiritual o catársis que
está a punto de desatarse en Paul Atreides.
En ciertos
tramos de la película, en especial durante la escena del Duke Leto Atreides
paralizado en la enorme mesa donde come, sádicamente, el Barón Vladimir
Harkonnen, creí ver una composición del pintor neoclásico francés Jacques-Louis
David, versión en el hiperespacio de un Marat sin respuestas (“¿es suficiente
que yo sea muy desafortunado para tener derecho a tu benevolencia?”). Luego,
ante la música, cuando lograba romper su hipnosis, recordé el estremecimiento
del Prometeo, de Ridley Scott, y así, ubiqué la película en una serie de
búsquedas que ya nos vienen dando grandes revelaciones a través de Christopher
Nolan.
Una vez nos
desligamos del portento técnico nos llega la tesis de Frank Herbert: es
imposible detener la llegada de nuevas teologías en la medida que la expansión
humana transforme el espíritu. Y aún así, la religión de capital se mantendrá
intacta. Las mismas especias que empujaron a Cristóbal Colón y a Vasco do Gama
serán tan explotadas como el unobtainium, el mineral del planeta
Pandora, en Avatar.
Recomiendo
esta inmersión a una película absolutamente ajena a las presiones de las series
(dura 3 horas, no 45 ni 30 minutos, recuerden), preparen su sistema límbico y
permítase recordar todos los estímulos que la banda sonora de Dark o The Witch
provocaron en usted. Y claro. Repase la pintura neoclásica. Y de nuevo a
Villeneuve.
F.E.