jueves, 7 de enero de 2021

El Barrio Morazán que viví

La casa se me aparece en sueños desde que dejé de escuchar el silbido del viento en su techo. Horas y días asomándome a ese balcón con mis primos Alexis, Ricardo y Chepe (en la foto aparece Tita y Normi, Ricardo y Alexis sobre el mismo balcón). Desde él veíamos a la doña de los alborotos abriendo su tesoro apretado en miel y blancura. Recuerdo las canciones que llegaban desde el primer piso, de la radio de tía Gloria: Laura Branigan, París Latino, KC Sunshine Band y el anuncio de Totos Pizza. ¿Siempre hubo frío en el barrio o era el frío de la ausencia de Gali Galeano? Tegucigalpa zumbaba en el hastío ochentero alrededor de las dos de la tarde y se llenaba del olor a café molido que se expandía desde la fábrica de Café Maya en el Guacerique. Una mañana salimos a ver la huída de varios estudiantes que iban a ser reclutados, saltaron por el murito hacia la quebrada La Orejona como si fuera la escena final en Escape de Sobibor. Los soldados no dejaron de disparar. "La plaza" debía hacerse vivo o muerto. Es lo que aprendí desde muy temprano: el país era troglodita pero Chepe, mi primo, estaba prendido imitando a Michael Jackson y regresaba a la casa, luego, de la escapada del siglo, bailando Beat it, chasqueando los dedos: "así dejé a esos chepos basuras, Taco Baca". En otra mañana, mis primos fueron testigos, desde el mismo ángulo, de un asesinato en la casa del frente. Una mujer fue apuñalada por su "marido" y salió a morir a la acera. Un par de años después, vivió en ella Marisela, Ana y Norman. Subíamos al ático del segundo piso y nunca olvido cómo silbaba el viento, cómo olía a moho y cómo adquiría peso la presencia que ahí sentí, entre los gatos y las tablas clavadas caprichosamente. El mosaico de adoquines se colocó en 1983 y, desde entonces, el viejo Chevy rosado de don Tito se vio más lustroso, más cincuentero que nunca. Cuando la calle del barrio era de tierra fue solo un mastodonte de sueño, como ahora que lo recuerdo. Estoy hablando de la prehistoria del barrio Morazán. Todo era rosado en ese tiempo: la casa misma era de ese color, como la piedra de cantera característica que se veía en los mejores edificio de Tegus. Cuando la sueño, la casa me sueña traslúcido, como los muñequitos de cristal que perdí en sus rincones, los mismos en los que me perdía viendo sus entrañas de hielo, su laberinto de burbujas microscópicas. Quizá la casa siempre estuvo dentro de uno de esos muñequitos, como castillo de pecera, como artefacto onírico.



El círculo es de llamas en mi memoria: un enorme incendio  hizo escombros la fábrica del barrio. Los vecinos de aquel entonces recuerdan esa noche como el fin del mundo, uno muy privado y limitado a nuestro horror. Las llamas pudieron arrasar con el mesón donde estaban todos los amiguitos y quizá extenderse como borracho encandilado por las casas de madera vestidas de carcoma. Cuando leí "Estambul", de Orhan Pamuk, me sorprendió de que en realidad estuviera describiendo al barrio Morazán: los tejados, las fachadas de madera, los callejones misteriosos, el mismo ritmo de las potras barriales. La madera desapareció, hasta la carpintería color... rosado... frente al parqueo del Estadio, ahí donde se volaban barriletes en noviembre y el lugar donde se intalaban los circos gigantecos del Fuentes Gasca y los juegos mecánicos Play Land Park. Varias veces nos colamos en el Estadio cuando abría los portones al medio tiempo (el Galatasaray  del barrio Morazán era el Motagua), y cómo no, también cuando la selección mundialista de España 82 llegó subida sobre una rastra y se aprovechó a quemar un monigote de Gastón Pérez, el árbitro chileno que le regaló el penal a Yugoslavia "para descalificarnos". También entramos al Tiburcio Carías Andino para escuchar a Nikki Cruz y todo su testimonio ya escrito en su libro "La Cruz y el Puñal". Toda la tribuna de sol norte hasta los topes, toda la luna llena con la boca abierta de ver en vivo y en carne y hueso al protagonista de Jesucristo Superestrella que acompañaba a Nikki, ya converso y nada rockero. Nunca hubo mayor cantidad de biblitas azulitas en las casas del barrio.

El mesón. El laberinto de madera en el que se escuchaban las mejores risas y regaños de las doñitas entre las palmadas a la masa de maíz para las tortillas. Doña Santos fue y sigue siendo una de ellas, la mamá de Carlitos y Chito donde íbamos por las tortillas y a jugar con las bolitas de masa que ella nos daba para "echar un par" al fogón. Chito ya salía con Chepe a las fiestas en el Centro Social Universitario y a las refriegas de Los Phantom, La Latina, La Mao Mao y La Siripuri con sus chacos Bruce Lee y los velocímetros vistos en The Warriors. Nosotros apenas alcanzábamos a llegar a la esquina del chino a ver los veleros Old Spice anclados en la vitrina o a presenciar la final de lucha más esperada de Titanes en el Ring: Martín Karalagián vs. La imbatible, la única Momia Blanca. Al ver que yo permanecía hechizado por un velero en miniatura que acompañaba a los perfumes, Alexis me hizo un juramento solemne que aún no me cumple: Fabri, cuando sea grande y trabaje yo le voy a regalar ese barquito. Hace unos meses vi cruzar un velero real frente al Morro de San Juan y escribí un poema para Alexis, reclamándole, claro. La piedra de ese muro es inolvidable: por ahí era donde nos asomábamos y por ahí mismo se escapaban Ricardo y Alexis. Allá al fondo, como visto por una cerradura, la casa de dos pisos de un niño que se llamaba Roberto, creo, y que nunca jugaba con nosotros porque no le daban permiso. Por años lo relacioné con Kiko, el de El Chavo de Ocho.

 Al final de la calle empinada sigue estando la iglesia San Martín de Porres, donde mi abuela decía que Dios nunca tuvo "casa tan moderna". Y es que la iglesia parece diseñada por Niemeyer como una especie de nacimiento con el cerro Juana Laínez de fondo. Nunca tuvo otro nombre el cerro: se llama como lo llaman. A mitad de la calle, en esa casa de tres puertas, vivió una muchachita que traía loco a Alexis. Al frente se "parquiaban" los camiones de "la jura" durante los reclutamientos forzozos, ya que media cuadra arriba estaba el billar hirviendo de chavos en edad de ser reclutados. Así que la calle era mitad ilusión y mitad tenebrosa. El tráfico de busitos del transporte público era ensordecedor a las 5 de la tarde, tanto como la alarma de las doce del mediodía que los bomberos hacían sonar siete cuadras en dirección al estadio. Era entonces como una guerra con bombardeo y llamas invisibles.


A tres casas de ese grafiti estaba el centro evangélico donde tía Gloria me llevó de vez en cuando. Cantaban bonito, y a mí me gustaba que tenían muchas revistas para hojear, incluidas de ovnis, que eran el furor en ese entonces de 1983. A la altura del carro estacionado que se ve a la izquierda pudo quedar una cruz de madera con mi nombre. No se lo dije a nadie, pero un bus por poco me mata cuando crucé de manera imprudente la calle. Mi vida hubiera durado 9 años y la última mirada que me dieran sería la de los dos focos delanteros de un Rosmo anaranjado ruta Lomas-Torocagua. Una cuadra más abajo, en diagonal a la casa de la brujita vivía y vive el poeta Edgardo Florián. Por alguna razón, la canción de Aniceto Molina representaba para mí el límite del barrio en dirección a la PC: en la curva, antes del puente, sigue en pie una casa con un portón de hierro. Su pasillo es estrecho y abre a un patio interior. Yo le tenía miedo con solo verlo: en la esquina de la vieja barriada, dicen que vive que vive una brujita, y yo quisiera que me saliera a mí...

La esquina de la escuela Manuel Bonilla (antes República de México). El enjambre y los campanazos. Sus aulas estrechas y su patio interior como un juego de damero. También ahí se dieron reuiniones y películas sobre ovnis y de Jesús caminando sobre el agua. En esa aviesa esquina estaba la rejilla de una alcantarilla donde una tarde se me cayó un avión de palillas que hice y pinté de blanco y azul celeste. Tía Gloria me llevaba a la universidad y yo la esperaba en los pasillos escuchando el silbido del viento (Tegus silbaba mucho aquellos días), creando rutas de vuelo con mi avión. De vez en cuando me escapaba al museo de ciencias naturales del edificio CB a ver los animales disecados. Aun me mira el venado decapitado, el ocelote con ojos de maule, el pobre puma universitario congelado en el tiempo. El asunto es que al lado de esa rejilla tía se detuvo a comprar pupusas y a mí se me cayó el avión. Ahí estuvo en el fondo. Veía su alas que decían Tan-Sahsa escritas con la peor letra que un escolar pudo hacer. Arriba sonaban las turbinas, los aviones reales parecían la banda sonora de todas las despedidas en Fellini.

Complejo deportivo La Isla, años 80


La entrada al barrio. Lo que ahora parece estar bajo las condiciones de una guerra civil sin barricadas era antes un barrio lleno de vida y colorido. Lo nuevo prometía estar siempre nuevo y doña Cristy vendía sorpresitas a granel en su pulpería de madera color... rosado, sí, ahí justo donde se aprecia la casa más alta. A dos casas hacia abajo estaba la casita donde vivió mi madre. Tenía una pila macabra en la que por poco se ahoga mi hermano Leonardo Arturo a los tres meses de edad. Siempre que pasaba por ella me daba escalofrío.. En esa casa leí mi primer comics, un Flash a todo color que mi madre me regaló. Frente al carro amarillo escuché por primera vez las más impresionantes "malas palabras" dichas por un niño en medio de un insulto a otro. Cuando regresaba a Sabanagrande lo contaba, porque nunca imaginé que al insulto hijodelagranputa se le pudiera potenciar con un "voscabezadepijahijodelamilpipiriputa"... no estoy muy seguro, pero ese trabalenguas sórdido tuvo algo que ver con la curiosidad que empecé a tener hacia las palabras y su potencia. Frente al siguiente carro estacionado mi tío Filito (Filadelfo) hizo estallar el mayor mortero de despedida de año que jamás se hubiera escuchado en la zona entera. Algunos juraron que fue más fuerte que el estallido de la cohetería en el parqueo del Estadio, que por ese entonces era la medida para imaginar cómo sonaba la guerra en las fronteras con Nicaragua y El Salvador.
El punto donde estalló el mundo era el lugar de la potra y la acera desde donde Alexis se cayó fracturándose la clavícula -si no me equivoco yo lo seguía queriéndole quitar unos confites-, algo que hasta doña Toribia lamentó, ofreciendo una breve tregua en su delicado oficio de rajarnos las pelotas de plástico que caían en su casa. También fue ahí que presencié la primera antiregla deportiva más brutal: "vaya pues -dijo Marcos a todos los chavos- cinco minutos de carne y hueso". Lo que ahí comenzó fue el absurdo más salvaje: patadas, mordidas, codazos y un gol hecho quebrándole los dientes al portero. Hasta mi tío Filo reía y entonces yo reí también porque tío Filo era el entrenador y organizador del equipo del barrio: el abigarrado y enjundioso Schalke 04, terror del campo Satélite y del campo de La Isla. Lo mejor de mis vacaciones en Tegus era ir a La Isla, a sus piscinas y a sus tacos de vendedor ambulante, de queso espolvoreado y rociados con salsa dulce de tomate. Mientras el Schalke 04 desataba a Moncho Pedoloco -el mejor volante que se perdió cualquier equipo de la liga nacional- nosotros nos sumergíamos jugando al Seaview y su Viaje al fondo del mar. Olíamos a cloro por días. Una corrección de enfoque: desde la perspectiva de la foto en mi memoria, los edificios al fondo parecen cosa de ciencia ficción. y si lo miramos bien, lo que ahí se siente es una mirada inquietantemente fija entre el barrio y el espejismo de las Lomas del Guijarro.

 La escuela Manuel Bonilla que recuerdo estuvo pintada durante décadas en un color verde plomo que la hacía parecer una inmensa estación de la FUSEP (Fuerza de Seguridad Pública). Su energía era tétrica, como si la misma estatua de Manuel Bonilla impartiera clases de educación cívica a la medianoche.


Esta esquina era la barbería. Cuando estaba en Sabanagrande y escuchaba el programa radial "Platicando con mi barbero", imaginaba que era desde esa barbería que se producía, y de hecho, el barbero siempre tenía un viejo aparato de transistores encendid y sintonizado en Radio América. Al parecer le gustaba escuchar a rosuco decir que Honduras era un oasis de la democracia centroamericana y a la vez escuchar las amenazas de álvarez martínez de invadir Nicaragua y extirpar a todos los comunistas del país. El barbero vestía de estricta cubayera blanca y coleccionaba la revista La Pura Verdad, la misma que coleccionaba Franovski en Sabanagrande. "Leela -me dijo una vez Fran Rivera Franovski- porque en ella se detalla la conspiración mundial". Esa fue mi sorpresa al verla en la barbería. El barbero me vio fijamente a los ojos cuando le dije que ya la había leído. "Esas cosas no son para cipotes" me dijo en un gruñido. Cuando salía de ahí con "el vuelto que sobraba" me iba directo a comprar con Alexis y Ricardo coyoles en miel. La casa de "la señora de los coyoles" estaba en un callejón, al pie de la cuesta que bajaba hacia la otra calle que conectaba al barrio con el Guadalupe. Su casita era de madera pintada de verde y había que sumergirse en un callejón de tierra que nos llevaba hacia otra época. Viendo la película de Samy Kafati, "Mi amigo Angel" supe que ese era el tiempo en que estaba suspendida aquella casa a la que teníamos que ir con una taza de plástico. Dos coyoles sumergidos en miel semi quemada: 5 centavos. Al final de esa cuesta también hubo un solar baldío donde jugábamos. En esos juegos vi a la niña más bonita del barrio. Se llamaba Diana y recuerdo sus ojos claros y su pelo corto completamente liso cayéndole sobre la frente. Se fue para Estados Unidos y allá tuvo un trágico final a manos de su "marido gringo". Al conocer su destino la he imaginado queriendo que no salga de ese solar lleno de hierba alta y que nos siga buscando mientras se escucha y se huele la pólvora de aquel diciembre.

Pintadas de rojo, las tablas del Mercadito Popular eran el corazón comercial de la zona. "La Popular" era la dirección referencial para todo. Consistía en un solo piso que rebosaba de frutas y cajas o bidones de manteca que se vendía envuelta en papel estraza. Los sacos llenos de frijoles y arroz eran una muralla que daba hacia la calle. "Próxima en La Popular" se gritaba en el bus y el cobrador repetía "próxima en La Popular voo, bajan bajan... Hospital Escuela, Emisoras Unidas, Plaza, Kenide... súbale súbale". Ese era el canto que escuchábamos con mi abuela cuando íbamos llegando al barrio, directo desde el Mercado Colón, donde nos dejaba el bus que venía del sur, ahí, arribita de La Atómica. Al abrirse la puerta verde de la vieja casa de dos pisos, al abrazar a mi mamá o a mi tía o a tío y luego subir sus gradas de madera en busca de los muñequitos de plástico transparente que había dejado escondidos desde la última vez, entraba a unos años muy parecidos a este 2021, en el que estoy seguro que la soñaré de nuevo, dirigiéndome al balcón para sentir el silbido de aquel viento frío y su olor a café molido. Pero a veces no la sueño así: la mayoría de las veces se incendia. 

F.E.




NOTA: LE AGRADEZCO ENORMEMENTE A CARLOS PALMA ZERÓN (CARLITOS) POR HABERME ENVIADO LAS FOTOS QUE LE PEDÍ Y ASÍ CONSTRUIR JUNTOS LA MEMORIA COMPARTIDA.

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bello relato yo vivi gran parte de mi vida alli asi que amo el barrio aunque ya no es lo que fue