En base a la
vibración van a encender un fuego –me dije-. La casa vibra como un panal en la
frecuencia que se emite el calor que se necesita y, si el calor desciende, habrá que ir por él
afuera, donde está el aguardiente, regresar con los dedos encendidos y hacer la
fogata de la música alrededor de la cual bailarán todos en silencio, apretados.
Estas fueron
mis primeras impresiones al llegar a la fiesta del bautizo de la nieta de
Gissel, en la aldea de San Patricio, Sabanagrande. Tenía el nuevo lente .50 mm
para estrenar y las ganas enormes de llevar a mi hijo a una caminata nocturna
hacia la aldea, con los amigos de toda la vida. Llevaba a Esteban. Sería su iniciación en algo que
es profunda tradición y que aún convoca, muy lejos de la pre-fabricación de
discomóviles que llegan al pueblo, muy lejos de lo que parece estandarizado por
las cadenas radiales y su enajenante programación musical.
Nos vamos camino al
cementerio y lo único que cambia es, que en lugar de focos de baterías, lo que
nos ilumina el camino son los celulares. El resto de cosas sigue en su orden:
las sombras de las tumbas, las piedras ferrosas sueltas y los viejos santuarios
donde bajábamos a jugar en la ruta del río y sus pozas.
Hay ansiedad
porque no se deja escuchar la fiesta. Son las nueve de la noche y, cuando ya
llevamos un kilómetro y medio en el laberinto, nos llega de pronto el ritmo
monocorde de las cuerdas y ese canto que no se distingue del cantado en las
viejas romerías que llegaban a las ferias. Sin perder el tiempo, entramos –a otros
tiempos- a la pequeña casa donde han dejado libre la sala para que toque el conjunto. No hay mejor definición que
conjunto para este tipo de agrupación musical, sí, aquí la música se hace simultáneamente a otra cosa con un
fin común, y a duras penas se distingue un instrumento de otro hasta que
uno se acerca al círculo de protección del fuego y se da cuenta que la llama
pulsa, casi en su entera forma, desde el bajo.
Contrario a la música garífuna
donde el tambor es el que marca y orquesta y la agrupación de músicos y
cantantes se despliega en abanico hacia los presentes, en el conjunto de cuerda
del sur de Honduras –en su manifestación más atávica, al menos, la que yo volví
a presenciar- los protagonistas se cierran en círculo apretado en torno al
bajo, el violín, la tumba, la guitarra y
la caña (dos latas soldadas con maicillo en su interior que hacen las veces de
maracas pero en forma única y tubular). Es decir, se organiza la fiesta en
torno a dos formaciones cerradas: la de los músicos y la de los que bailan, y
cada una es independiente de la otra y crea, durante toda la noche, una
dinámica aparentemente inconexa, pues los músicos están en su mundo y casi se
podría decir que hacen la música para su propio provecho.
Otra de las
características reside en que los músicos van entrando y saliendo del círculo en
un relevo continuo marcado por la ingestión del guaro (aguardiente); es así que
el próximo bajista bien puede estar calentándose entre los que están en el
patio o los que están bailando, lo que a primera vista parece ser una cantera
inagotable de músicos dispuestos a que el fuego no se apague. Las canciones van
cantándose a intervalos de tres una vez que se ponen de acuerdo cuál tocarán, y
es en ese momento, el de ponerse de acuerdo, donde se manifiesta la mística del
baile, porque las canciones que vienen se dicen en murmullos, entre ellos y
casi al oído mientras afinan y encienden cigarros, en un siseo que también
trata de guardarse hasta el estallido mismo del ensamble y las armonías. Alejo
Carpentier, en su novela Los pasos
perdidos, puede ayudarme con mayor exactitud para explicar este instante
esencial y previo al baile:
Hay un silencio ritual, preparador
del ensalmo, que lleva la expectación de los que esperan a su colmo. Y en la
gran selva que se llena de espantos nocturnos, surge la Palabra. Una Palabra
que ya es más que palabra.
Comienza
entonces a bailarse el secreto, porque secreto es lo que se dice aprovechando
la cercanía y la estrechez, secreto es la mano que pocos ven bajando por la
espalda de la muchacha y afianzando la cintura incluso más abajo. El baile está
contando un secreto –me diría al oído Diane Arbus- y los niños, subidos a las
ventanas, metidos entre las piernas de los ya mareados bailarines, husmeando
entre las cortinas, asisten a la primera visión del celo y su ritual, con ojos
de azoro y nerviosismo pre-adolescente.
Yo, en cambio, he visto cómo la
palabra emprendía su camino hacia el canto, sin llegar a él; he visto como la
repetición de un mismo monosílabo originaba un ritmo cierto; he visto en el
juego de la voz real y de la voz fingida que obligaba al ensalmador a alternar
dos alturas de tono, cómo podía originarse un tema musical de una práctica
extramusical.
Carpentier
sigue asistiéndome mientras trato de no intimidar demasiado con la cámara. Me
pego al conjunto y veo los rostros del sincretismo más delirante, el
cimarronaje que hizo de la polka este espacio único enclavado en las montañas
del sur hondureño.
Los antiguos esclavos que huyeron o fueron deslumbrados por
una libertad imprevista y que ahora habitan y se multiplican en el silencio, en
los campeonatos de fútbol, en las filas de la Policía Nacional o del Ejército.
De una costa a otra supieron hacerse libres, pienso, llegaron negros y al
cruzar el territorio hacia el sur, el país y la historia filtró su sangre. Lo
que se canta de frente al mar y con hondo grito en la costa norte aquí, en la
costa sur, se canta hacia adentro, hacia las sombras, de espalda al viento para
que éste no venga y apague la llama de su esencialidad.
Que siga el
baile, entonces, decimos mientras nos retiramos con Fidel, Winga, Pavón, Saúl,
Andrecito, Jovel, Lupita, Allan y Esteban, que ya conoció que al final de todo
camino en la noche hay siempre una aldea con una fiesta a espaldas del tiempo.
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