El sur es un lugar que reconozco
Una cálida tarde de diciembre pasado en Tegucigalpa
(2014), conocí a Fabricio. Tenía referencias de su trabajo, de su animosidad y
de su compromiso por amigos comunes que me fueron relatando sus historias,
primero en la resistencia, luego en su convencida propuesta política. Nos saludamos.
Nos dimos la mano. Creo que ese será el único momento en que Fabricio y yo nos
daremos la mano en la vida, pues a partir de allí es obligado el abrazo y el
acompañamiento. Así, como hermanos.
Ese mismo diciembre me acompañó solidario a la presentación
de Amares, publicado por las amigas de Editorial Ixchel, de Honduras,
Venus y Karen. Conocí el mítico Café Paradiso, abracé al icónico poeta Paredes,
nos bebimos una cerveza en honor a esto que somos.
Meses después, volvíamos de un hermoso encuentro poético
en Xela, llenos de luz, historias y sueños. Fabricio nos deleitó con su
conversación y su verbo, sus trabajos con los grupos urbanos en Tegucigalpa, o
la vez que estuvieron en la cárcel él y sus amigos, solo por el sospechoso
rasgo particular de ser poetas.
La noche anterior, en un cierre extraordinario e
inesperado del festival, me había hecho conocer Los compas, los mismos
que cierran este hermoso libro que hoy presento con mucha emoción.
Es este un trabajo en ruta con tres direcciones. “Sur
del mediodía” es una entrega de un ejercicio ya realizado en el 2013, que vuelve
a ver la luz en este San José indefinido, metafórico, i-rreal.
Este es un libro-viaje a un país que puede ser uno
mismo, lleno de paisajes, bordes, gentes, homenajes. Lugares como islas, andenes
y parques, muy cercanos o bastante lejanos, repletos de defensores de la luz,
que una vez quisieron amar a la patria y sucumbieron, lleno de espantapájaros
de hojalata que esperan ser salvados, cargado de poemas como niños que conocen el
infinito sin mediar la palabra, aunque la ausencia quisiera ser nombrada.
El sur existe. Lo que es nombrado por primera vez
(como la lluvia, por ejemplo) y la historia oficial no señala, por encontrarse
en el pasado y detrás de la línea que define lo que vale en la memoria. Existe
y tiene gente. Gente del sur.
El sur es todo lo que hay en eso que Fabricio llama geografía
de lo extraño: a la izquierda el corazón y la vida, la práctica, la
resistencia, el afecto, el frío canalla que deja en pie a los congelados. Para llegar
a él no es útil la cartografía oficial, lo que los libros nombran, los mapas
cuentan, pues los planos se despliegan en un papel imaginario.
Podríamos encontrar un correlato de esa geografía en
dos textos hermosos y contundentes:
“Esta es la geografía de lo extraño, de lo que pocos
cuentan en sus cartas de viaje y a lo que yo doy mucho crédito ante los mapas
vacíos”.
“A la derecha
los límites de velocidad
las señales de no girar.
A la izquierda va el paisaje,
el sol cayendo rojo
como rojo mango
en la lenta luna.”
En este libro nos mueven viajes que nos ocurren como
región. El Ticabús de la nostalgia. El niño que va de espaldas en un
tobogán. Cuerpos de agua que van y vienen, como ese viento sin amarras. Viajes de
los que no se regresa, pues se permanece solo para ser convencido.
Pienso entonces en esos migrantes de lo cotidiano, los
sin papeles, los que llenan de historias las fronteras de esto que somos, los
que se trazan rutas para llegar, si es que llegan, a sus verdades, sólo para
convencerse, como ha dicho ya Sayad, que la nostalgia puede ser el motor de sus
viajes incesantes. Somos piel de caminantes.
Fabricio y yo, todos nosotros, vivimos en una región
llena de esos tiempos, de esos héroes anónimos y vigorosos que tejen como topos
las historias de nuestros países que un buen día llamaron Centroamérica. Vivimos
en lugares donde es necesario imaginarse órdenes, como el niño que se cubre los
ojos para hacerse invisible, como esos países de nunca jamás en sus himnos.
“Yo siempre elijo las ventanillas que dan al sur.
Por la derecha suben siempre los policías,
por la izquierda
emigran los pájaros”.
Este libro nos entrega cientos de imágenes desde el
lápiz de un fotógrafo de corazón de hierro y lata, que va captando lo que ve,
en su vieja cámara de tonos sepia, pulmón de cuarzo: la mortalidad inmediata
del mar y su primera vez primera, la ballena recurrente, la ciudad y sus
árboles como recuerdo, la ciudad vieja y su silencio, las plazas con regazo que
alivian el dolor de la gente, las fotos de familiares presos que podrían estar
en estos momentos en el más absoluto de los olvidos, el polvo de un país que se
derrumba (acá nos recuerda el poeta la insoportable realidad de las cosas, el
trajinar de una región llena de golpes de estado, exclusiones, expulsiones,
marginalidades, realidades fácticas).
La cámara como constelación de cuerpo que se une con
el poeta para mirar más allá de lo que el ojo percibe. Este es un libro con una
voz tiernamente desgarrada, llena de tonalidades donde la id y el regreso
pululan y se resguardan, acometen y se contraen.
“Respiro y hablo,
advierto y predigo,
y aún así nada es suficiente”.
Es un pasaporte donde el poeta espera por el amor raro
de las irlandesas, se declara duro, pero se derrumba con la sal y sus aguijones
(“Llevo también la estampa de una familiar preso y golpeado”), se
apertrecha en una identidad marcada por la angustia de la pregunta sobre quién
es:
“¿De dónde es usted?
¿para quién escribe?
¿Cuánta tierra le tomará para volver a su tierra?”
En este viaje del poeta hacia el centro y el sur,
reconoce que se puede mentir a la ley del movimiento, pues hay instancias y
parajes que no necesitan ser conocidas de cuerpo presente, aunque creamos estar
allí, apreciar sus olores y sus ritos. Conoceremos el hielo, amaremos en
Escandinavia, traficaremos con dulces de Esquipulas. Seremos entonces empleados
por las horas. Hablaremos en conversaciones donde lo central no sea la poesía,
sino el silencio.
De todas esas cosas, estoy seguro, nunca seremos
salvados.
Guillermo Acuña
Heredia, Costa Rica
13 de octubre de 2015.