Muy pocas veces he dejado un libro a la mitad, abandonado a su monólogo y a esas hormigas de la descomposición (como las vería Dalí) en que se convierten las letras para comerse las vetas de mediocridad del autor. No, me digo, hay respeto para cada palabra, aunque cueste horas pasar de ellas porque palabra mala es idea mala e idea mala es un monolito insufrible que me devuelve al mono de las galaxias.
A leguas se reconoce a un escritor académico o que pretende pasar la clase de su facultad de letras, es más, a leguas se nota que el escritor a tiempo real está haciendo un examen dirigido a su profesor de literatura. Mejor más profundo aún: el alumno está siguiendo el dictado de su profesor de literatura, un soso ciudadano de la imaginación que necesita amanuense para descargar su difícil programa mental a un libro publicado.
Generalmente, esta relación amanuense-soso, se encubre tras una serie de mordacidades extra literarias que van haciendo club y luego línea de facultad. En esto va entrando en juego lo que el profesor exige que se escriba para luego, una vez publicado el documento, sea vendido en el circuito cerrado de su clase y de ahí en adelante, sólo queda la hoguera del desprecio. Es toda una cadena de montaje, sin duda, el profesor de literatura realmente está harto de no tener imaginación, lo suyo es la literhartura, y su uniforme es fascio y ha podido servir, al pie de la letra, a cualquier mandato de cualquier dictadura. Los dictadores comienzan por estos mediocres inflados por la academia, y sus amanuenses son los pilares de su fe en los libros. Los dictadores, claro que sí, DICTAN.
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