Uno de los graffiti que aparecieron en los muros de París en Mayo del 68 decía: “¡Las estructuras no andan por la calle!“.
Pero la respuesta de Jacques Lacan fue que eso era precisamente lo que
había ocurrido en 1968: las estructuras salieron a la calle. Los sucesos
más visibles y explosivos fueron la consecuencia de un desequilibrio
estructural, el paso de una forma de dominación a otra, en términos de
Lacan, del discurso del amo al discurso de la universidad.
Existen buenos motivos para mantener una opinión tan escéptica. Como dicen Luc Boltanski y Eve Chiapello en The New Spirit of Capitalism,
a partir de 1970 apareció gradualmente una nueva forma de capitalismo,
que abandonó la estructura jerárquica del proceso de producción al
estilo de Ford y desarrolló una organización en red, basada en la
iniciativa de los empleados y la autonomía en el lugar de trabajo. En
vez de una cadena de mando centralizada y jerárquica, tenemos redes con
una multitud de participantes que organizan el trabajo en equipos o
proyectos, buscan la satisfacción del cliente y el bienestar público, se
preocupan por la ecología, etcétera. Es decir, el capitalismo usurpó la
retórica izquierdista de la autogestión de los trabajadores, hizo que
dejara de ser un lema anticapitalista para convertirse en capitalista.
El socialismo, empezó a decirse,no valía porque era conservador,
jerárquico, administrativo, y la verdadera revolución era la del
capitalismo digital.
De la liberación sexual de los sesenta ha
sobrevivido el hedonismo tolerante cómodamente incorporado a nuestra
ideología hegemónica: hoy, no sólo se permite, sino que se ordena
disfrutar del sexo, y las personas que no lo logran se sienten
culpables. El impulso de buscar formas radicales de disfrute (mediante
experimentos sexuales y drogas u otros métodos para provocar un trance)
surgió en un momento político concreto: cuando “el espíritu del 68”
estaba agotando su potencial político. En ese momento crítico (a
mediados de los setenta), la única opción que quedó fue un empuje
directo y brutal hacia lo real, que asumió tres formas fundamentales: la
búsqueda de formas extremas de disfrute sexual, el giro hacia la
realidad de una experiencia interior (misticismo oriental) y el
terrorismo político de izquierdas (Fracción del Ejército Rojo en
Alemania, Brigadas Rojas en Italia, etcétera). La apuesta del terrorismo
político de izquierdas era que, en una época en la que las masas están
inmersas en el sueño ideológico del capitalismo, la crítica normal de la
ideología ya no sirve, así que lo único que puede despertarlas es el
recurso a la cruda realidad de la violencia directa, l’action directe.
Recordemos el reto de Lacan a los estudiantes que se manifestaban: “Como revolucionarios, sois unos histéricos en busca de un nuevo amo. Y lo tendréis“. Y lo tuvimos, disfrazado del amo “permisivo”
posmoderno cuyo dominio es aún mayor porque es menos visible. Aunque no
hay duda de que esa transición fue acompañada de muchos cambios
positivos -baste con mencionar las nuevas libertades y el acceso a
puestos de poder para las mujeres-, no hay más remedio que insistir en
la pregunta crucial: ¿tal vez fue ese paso de un “espíritu del capitalismo”
a otro lo único que realmente sucedió en el 68, y todo el ebrio
entusiasmo de la libertad no fue más que un modo de sustituir una forma
de dominación por otra?
Muchos elementos indican que las cosas no
son tan sencillas. Si observamos nuestra situación desde la perspectiva
del 68, debemos recordar su verdadero legado: el 68 fue, en esencia, un
rechazo al sistema liberal-capitalista, un no a todo él. Es fácil reírse
de la idea del fin de la historia de Fukuyama, pero la mayoría, hoy
día, es fukuyamaísta: se acepta que el capitalismo
liberal-democrático es la fórmula definitiva para la mejor sociedad
posible y que lo único que se puede hacer es lograr que sea más justa y
tolerante. La única pregunta que cuenta hoy es: ¿respaldamos esta
naturalización del capitalismo, o el capitalismo globalizado actual
contiene antagonismos lo suficientemente fuertes como para impedir su
reproducción indefinida?
Dichos antagonismos son (por lo menos)
cuatro: la amenaza inminente de la catástrofe ecológica; lo inadecuado
de la propiedad privada para la llamada “propiedad intelectual”; las
implicaciones socio-éticas de los nuevos avances tecnocientíficos (sobre
todo en biogenética); y las nuevas formas de apartheid, los
nuevos muros y guetos. El 11 de septiembre de 2001, cayeron las Torres
Gemelas; 12 años antes, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de
Berlín. El 9 de noviembre anunció los “felices noventa“, el sueño del “fin de la historia”
de Fukuyama, la convicción de que la democracia liberal había ganado,
de que la búsqueda se había terminado, de que la llegada de una
comunidad mundial estaba a la vuelta de la esquina, de que los
obstáculos a ese final feliz digno de Hollywood eran meramente empíricos
y contingentes (bolsas locales de resistencia cuyos líderes no habían
comprendido aún que había pasado su hora). Por el contrario, el 11-S es
el gran símbolo del fin de los felices noventa de Clinton, el símbolo de
la era que se avecina, en la que aparecen nuevos muros en todas partes,
entre Israel y Cisjordania, alrededor de la Unión Europea, en la
frontera entre Estados Unidos y México.
Los tres primeros antagonismos antes citados afectan a los elementos que Michael Hardt y Toni Negri denominan “comunes“,
la sustancia común de nuestro ser social, cuya privatización es un acto
violento al que hay que resistirse por todos los medios, incluso
violentos, si es necesario. Son los elementos comunes de la naturaleza
externa, amenazados por la contaminación y la explotación (el petróleo,
los bosques, el hábitat natural); los elementos comunes de la naturaleza
interna (la herencia biogenética de la humanidad), y los elementos
comunes de la cultura, las formas inmediatamente socializadas de capital
“cognitivo“, sobre todo el lenguaje, nuestro medio de
comunicación y educación, pero también las infraestructuras comunes del
transporte público, la electricidad, el correo, etcétera.
Si se hubiera permitido el monopolio a Bill
Gates, nos encontraríamos en la absurda situación de que un individuo
concreto poseyera literalmente todo el tejido de software de
nuestra red esencial de comunicación. Lo que estamos comprendiendo de
manera gradual son las posibilidades destructivas, hasta la
autoaniquilación de la propia humanidad, que se harán realidad si se da
carta blanca a la lógica capitalista de encerrar esos elementos comunes.
Nicholas Stern tiene razón al caracterizar la crisis climática como “el mayor fracaso de mercado de la historia humana“.
¿Acaso la necesidad de establecer el espacio para una acción política
mundial que sea capaz de neutralizar y canalizar los mecanismos de
mercado no sustituye a una perspectiva propiamente comunista? Así, la
referencia a los “elementos comunes” justifica la resurrección de la idea de comunismo: nos permite ver el “encerramiento”
progresivo de esos elementos comunes como proceso de proletarización de
quienes, con él, quedan excluidos de su propia sustancia.
Así, en contraste con la imagen clásica de los proletarios que no tienen “nada que perder más que sus cadenas“,
todos corremos el peligro de perderlo todo; la amenaza es que nos
veamos reducidos a vacíos sujetos cartesianos abstractos, carentes de
todo contenido sustancial, desposeídos de nuestra sustancia simbólica,
con nuestra base genética manipulada, seres que vegetan en un entorno
inhabitable. Esta triple amenaza a todo nuestro ser nos vuelve a todos,
en cierto sentido, proletarios, y la única forma de no convertirse en
ello es actuar de antemano para prevenirlo.
Lo que mejor condensa el auténtico legado del 68 es la fórmula Soyons realistes, demandons l’impossible! (“Seamos realistas, pidamos lo imposible“).
La verdadera utopía es la creencia de que el sistema mundial actual
puede reproducirse de forma indefinida; la única forma de ser
verdaderamente realistas es prever lo que, en las coordenadas de este
sistema, no tiene más remedio que parecer imposible.
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