Esta es una de las películas que miro una y otra vez. Me impresiona su peso. ¿Peso? me preguntaba a solas cada vez que el intento de explicarla en una sola palabra venía a mi boca. Pues sí, PESO. Porque cada detalle en escena y cada personaje tiene bien puestos los pies sobre la tierra.
Ridley Scott nos muestra, magistralmente, el cómo no dejar en la levedad de la imagen la carga de la caballería, el accionar de las catapultas, el golpe de una espada medieval, la caída de un muro y el brutal pragmatismo de los hombres y de las mujeres que vivieron las cruzadas. El detalle de los diseñadores de producción se mira hasta en el esfuerzo de los extras que al parecer tuvieron que cargar con lanzas y armaduras reales.
La elección del casting, sobre todo del lado árabe, se eleva a la altura del casting de La Pasión, de Mel Gibson, de quien pueden maldecir cualquier cosa, menos de su perfeccionismo a la hora de escoger a los personajes antropológicamente. Saladino, encarnado por el actor sirio Ghassan Massoud, nos deja una actuación que pocos occidentales habían visto, por el temperamento orgulloso y sereno de esta línea actoral, perfectamente resumida en Ghassan, y por supuesto, por toda la raíz y honor de personificar a uno de los más grandes líderes militares y culturales de la humanidad.
La belleza majestuosa de Eva Green es un punto aparte que impone un acertado contra balance a las escenas de combate, y además, le hace sacar la fibra actoral a Orlando Bloom, quien se redime de su patético papel como Paris, en Troya, y quien a la vez, vuelve a recordar la puntualidad y personalidad de Légolas, en el Señor de los Anillos. Si no lo hacía, hubiese sido imposible estar a la altura de este proyecto.
Así que todos, repito, ponen los pies sobre la tierra y se olvidan del divismo. Jeromy Iron actúa empecable y hasta el desfigurado Rey Balduino crea su propia gravedad y orbitas cada vez que aparece en escena.
La volveré a ver, sin duda, cada vez que necesite recordar qué cosa es el cine.
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