Leo a Edmond Rostand en su Cyrano de Bergerac, y apenas
entrando a la obra, me encuentro con una memorable coincidencia que vuelve
equidistante al Cyrano con un pasaje de La isla del día de antes, de Umberto
Eco.
Ambos pasajes se enmarcan en un duelo de espadas: el uno
es Cyrano declamando mientras pelea contra el Marqués De Valvert y el otro, es
Saint-Savin ( en La isla del día de antes, de Umberto Eco) cuando se bate contra un abate… En los dos casos, la dialéctica
“del buen hablar” (sprezzata disinvoltura
como se le conocía en Italia y despejo,
en España) se vuelve el instrumento que vence al contrario. Cada palabra es un
golpe, cada idea una finta, cada concepto cerrado la muerte.
Los duelos en ambas obras coinciden con la provocación
sarcástica que, los al final vencedores, lanzan contra personajes conservadores
y puritanos. Saint-Savin provoca al abate con la especulación de vida en la
luna (la escena se desarrolla en el siglo XVII, en los inicios de la Ilustración, en una plaza italiana
bajo ocupación española), y éste, le responde “… no blasfeme, señor de
Saint-Sevin, porque aunque la luna estuviere habitada, como ha devaneado en esa
reciente novela suya el señor de Moulinet, y como las escrituras no nos
enseñan, desdichadísimos serían aquellos habitantes, que no han conocido la
Encarnación…” Rápidamente la provocación brillante de Saint-Sevin (que llega a
sugerir que ante el desconocimiento de Dios por parte de los selenitas, el Papa
debe mandar una misión a la luna para evangelizarlos y arrebatarlos así de su
ensimismada contemplación de lo infinito sin sentido) encienden el sentido del
ridículo y de la deshonra religiosa del abate quien desenvaina su espada con un
“¡Basta, señor! Está negando la eternidad del Eterno y eso no se lo permito.
¡Ha llegado el momento de que lo mate, de que su denominado espíritu fuerte no
pueda debilitarnos más!”.
Y es aquí cuando Saint-Savin también saca su espada
filosófica y va asestando golpes dialécticos al abate en cada lance: “Es
vuestra merced animal demasiado pequeño para poder imaginar el mundo como un
gran animal, cual nos lo mostraba ya el divino Platón. Intente pensar que las
estrellas son mundos con otros animales menores…”, y así, va asestándole a cada
sentencia un filazo, “Oh, qué bella befa, señor abate, si Dios es infinito no
puede limitar su potencia: Él no podría jamás ab opere cessare, y por lo tanto será infinito el mundo; ¡más si es
infinito el mundo, ya no habrá Dios, así como dentro de poco no le quedarán
borlas a su jubón!” y dicho esto, arrecia la cólera del abate mientras
Saint-Savin lo contiene respondiéndole siempre con filosofía: “¿Acaso Cristo se
ha encarnado una sola vez? ¿Así pues el pecado original hace dado una sola vez
en este globo? ¡Qué injusticia!... en todos los otros mundos los hombres serían
perfectos como nuestros progenitores antes del pecado, y gozarían de una
felicidad natural sin el peso de la cruz…”. Aquí es cuando Saint-Savin le cruza
una herida al rostro del abate y triunfa, para después morir por una confusión
soldadesca, quien ven en los duelistas, a dos insurrectos armados contra el
dominio español.
En el caso de Cyrano, el duelo se da por la ofensa que
éste ha provocado en un grupo de marqueses (también Rostand ubica la escena en
el siglo XVII) , quienes asisten indignados a la suspensión caprichosa de una
obra teatral por el capricho de Cyrano, que se empeña en no hacer actuar a un
pésimo actor y así proteger la integridad de la obra a presentar.
El Marqués De Guiche se pregunta a viva voz: “¿Y nadie va
a responderle?” a lo cual el Marqués De Valvert asume el reto yendo hacia
Cyrano espetándole, para provocarlo a un duelo (conocida es la cólera en que
monta Cyrano cuando le señalan su enorme nariz): “Usted… usted… tiene una
nariz… ¿Cómo decirlo?... Una nariz muy, muy grande…” pero al contrario de lo
que se esperaba, Cyrano hace largo chiste de su propia nariz para luego decirle
al estupefacto De Valvert: “Esto es, más o menos, lo que usted me podría haber
dicho, de tener alguna erudición y algún talento. Pero de inteligencia ¡oh, ser
lamentable!, jamás ha tenido usted ni un átomo, y de letras no tiene más que
las cinco que forman la palabra “tonto”.”
De Valvert entonces saca su espada y Cyrano le responde
igual, no sin antes decirle: “mientras manejo mi espada, improvisaré una
balada… compondré una balada al mismo tiempo que me bato. Y al llegar al último
verso, lo pincharé, señor.” Y así es como Cyrano comienza el duelo con De
Valvert, arremetiendo como lo hacía Saint-Savin contra el abate, en medio de
fintas y estocadas:
Balada del duelo en
el Palacio de Borgoña entre Bergerac y un bellaco
Tiro con gracia el sombrero
Y tras él, mi capa alada.
Desnudo luego mi espada
-¡éste mi adorado acero!-.
Como Scaramouche ligero,
Noble cual Celadón,
Le advierto, Mirmidón,
Que al final de mis versos, hiero.
(se cruzan las espadas)
Quédese quieto, señor;
Lo pincharé como a un pavo,
Bajo el ala, en el costado,
O junto al azul galón.
En mi mano un avispero
Y mi espada, un picaflor.
Y recuerde, gordinflón,
Que al final de mis versos, hiero.
Me falta aún otra octava.
¡Luce como el almidón!
¿Qué le ocurre, fanfarrón,
que tiembla como una dama?
Abro mi guardia, la cierro,
No me alcanzó su envión.
Cúbrase bien, Laridón,
¡que al final de mis versos, hiero!
(Anunciando pomposamente)
¡Implore a Dios perdón,
que ahora va mi lección!
Me lanzó a fondo. (Se tira) Y reitero
(De Valvert se tambalea, herido. Cyrano saluda.)
que al final de mis versos, hiero.
Sin duda, la coincidencia textual es bastante cercana y
hace uso del lenguaje como demostración efectiva de la superioridad racional
ante lo impulsivo con que siempre responde la furia conservadora. La sprezzata disinvoltura desapareció hace
mucho de la escena cotidiana, pero aún con todo el avance de la procacidad y
del totalitarismo de lo mediáticamente ligero, somos capaces de intuir lo que
cargan las palabras cuando son concienzudamente reveladas.
Y sí, por supuesto, las palabras nos rebelan y también
nos revelan. El abate abatido, pues.
F.E.
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