lunes, 27 de mayo de 2013
El siglo de las luces en la época de la oscuridad textual
Maravillado, arrobado, incapacitado para comprender cómo hace un ser humano para acumular dentro de sí tanto dominio de la realidad a través de la palabra. Carpentier, en El siglo de las luces, es algo así como un sudario gigantesco y a la vez lleno de micro-partículas que llenan todo el ámbito espacial del lenguaje. No existe un solo rincón del espacio-tiempo que él no pueda detallarlo con la semantización, con el desgrane de letras, con el paisaje que la palabra va dejando tras de sí como un rastro portentoso.
Había leído ya Los pasos perdidos, La ciudad de las columnas, El reino de este mundo y El arpa y la lira, pero esta novela me está dejando con la sensación de estar incapacitado para abordar la realidad textualmente:
"Contemplando un caracol -uno solo- pensaba Esteban en la presencia de la Espiral durante milenios y milenios, ante la cotidiana mirada de pueblos pescadores, aún incapaces de entenderla ni de percibir siquiera la realidad de su presencia. Meditaba acerca de la poma del erizo, la hélice del muergo, las estrías de la venera jacobita, asombrándose ante aquella Ciencia de las Formas desplegada durante tantísimo tiempo frente a una humanidad aún sin ojos para pensarla. ¿Qué habrá en torno mio que esté ya definido, inscrito, presente, y que aún no pueda entender? ¿Qué signo, qué mensaje, qué advertencia, en los rizos de la archicoria, el alfabeto de los musgos, la geometría de la pomarrosa? Mirar un caracol. Uno solo. Tedéum."
Ante este monumento de la significación del mundo, y gracias a una especie de misericordia de Alejo, me he permitido nombrar al mundo, tomarlo desde adentro, subir la escalera infinita de sus acordes. Me he visto pensando, por largos minutos, en los muchos lamparones que, como ser humano hacedor de textos, he ido dejando a lo largo de mis propios abordajes a la estética lingüística, tal como si fuera un ingeniero genético invisible que no pudo completar la piel en el rostro de la belleza:
"Alguna vez se hacía un gran silencio sobre las aguas, presentíase el Acontecimiento y aparecía, enorme, tardo, desusado, un pez de otras épocas, de cara mal ubicada en un extremo de la masa, encerrado en un eterno miedo a su propia lentitud, con el pellejo cubierto de vegetaciones y parásitos, como casco sin carenar, que sacaba el vasto lomo en un hervor de rémoras, con solemnidad de galeón rescatado, de patriarca abisal, de Leviatán traído a la luz, largando espuma a mares en una salida a flote que acaso fuera la segunda desde que el astrolabio llegara a estos parajes. Abría el monstruo sus ojillos de paquidermo, y, al saber que cerca le bogaba un desclavado cayuco sardinero, se hundía nuevamente, angustiado y medroso, hacia la soledad de sus transfondos, a esperar algún otro siglo para regresar a un mundo lleno de peligros. Terminado el Acontecimiento, volvía el mar a su quehaceres. Encallaban los hipocampos en las arenas cubiertas de erizos vaciados, despojados de sus púas, que al secarse se transformaban en pomas geométricas de una tan admirable ordenación que hubieran podido inscribirse en alguna Melancolía de Durero; encendíanse las luminarias del pez-loro, en tanto que el pez-ángel y el pez-diablo, el pez-gallo y el pez-de-San Pedro, sumaban sus entidades de auto sacramental al Gran Teatro de la Universal Devoción, donde todos eran comidos por todos, consustanciados, imbricados de antemano, dentro de la unicidad de lo fluido..."
Muchas veces he escuchado a escritores que, en un intento de hacer peyorativa la definición, dejan caer con facilidad el señalamiento de barroquismo en Carpentier, despreciando vanamente lo que esta construcción lingüística aleja, precisamente, del facilismo. Y no es simplemente el hecho estético la elección de Carpentier: es su autoridad y seguridad al utilizar todo el arsenal del lenguaje en pro de revelar los "ladrillos invisibles" de la narrativa; en otras palabras, la revelación de los códigos puntuales -su tinglado de las maravillas- con que nuestra inteligencia ha conquistado el caos de la incomunicación.
F.E.
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