lunes, 5 de septiembre de 2011

190 - Fabricio Estrada



Matusalén perdió la memoria al llegar a los 190 años de edad. No recordaba el por qué le celebraban. Aseguraba ser un joven demasiado triste que no podía ir al ritmo de los tambores. Pero eso no importaba. Atronaba la marcha y su corazón era aporreado como un bombo destemplado.

Pidió permiso para entrar y ver los desfiles. Eran miles las banderitas que se habían mandado a imprimir y otras miles las que se amontonaban solitarias a la orilla del asfalto, recalentado y viscoso como una batea de dulce. Hacía un clima infernal y fue por ello que se le vio quitarse la túnica y quedar tan solo con un taparrabo bíblico estampado de estrellas azules. Todo era fanfarria. Las moscas zumbaban y aún no aparecía el primer colegio.

Decidido a no perderse las palillonas, Matusalén se abrió paso a punta de hedor y piojos, a lo cual la muchedumbre se fue apartando como un mar domesticado hasta cederle un privilegiado puesto libre de incomodidades y acechanzas. Era bueno esto de ser un viejo despreciado e indigente que ha visto pasar más de 8 millones de personas ante sus ojos, año con año, todos disfrazados de botones de hotel, de dueños de circo o de atrevidas domadoras de leones. Matusalén era un león, entonces, un viejo león que necesitaba del látigo para volver a vivir y de la micro falda para morir tranquilo. Y por supuesto que tendría eso de sobra, y banderas gigantes y cadetes de cuerda y de “señoras y señores: este año nos sentimos más libres e independientes que en ningún otro momento, hoy elevamos un altar a la patria…” y las piernas iban más arriba, y los bastones giraban y quedaban enganchados en el cableado…

No tuvo que esperar más. El primer colegio comenzó a aproximarse. Los niños venían como nube. Los padres, desde las aceras controlaban los hilos... los niños eran barriletes disputados por los pájaros de Hitchcock. Era el desfile, las palillonas miniaturas, las minutas raspadas del hielo más profundo del alma. Porque era frío lo que sentía Matusalén, aún y cuando a su alrededor los soldados caían desmayados por el sol. Pasaron. Todos y todas pasaron rodeados de policías. Y hubo una risa congelada en él cuando la poca gente se fue en tropel tras el último colegio y a lo lejos, la otra marcha, dejaba escuchar su prolongado y gigantesco grito de furia, parecido a un mar que revienta en la costa.

¿Eso fue todo? Preguntaba Matusalén, y recordaba que cada año se hacia la misma pregunta y cada año era testigo del cómo la gente era corrida a escobazos o bañada a presión por la miona. Este año me celebraron demasiado rápido, se dijo. Estiró las piernas, chequeó la agenda de su BB y salió del palco, muy bien custodiado por sus guardaespaldas y por el enorme cordón de seguridad que rodeaba el estadio, completamente vacío. 

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