Los tiempos cambian y a veces no es para progresar.
Hay quien dice que Suecia, la única socialdemocracia que lo era de veras, -cuando todas las demás que usaban el nombre se escoraban a la derecha- es ya un encubierto miembro de la OTAN.
Han pasado los tiempos en que el partido de Olof Palme gobernaba conjuntamente con los comunistas y en el que Suecia era el único gobierno del occidente europeo que se permitía acoger a los jóvenes norteamericanos que quemaban su tarjeta de reclutamiento para no ser enviados a matar (o a morir) en las selvas de Vietnam, en la primera guerra que perdieron los Estados Unidos, porque nunca tuvieron ni siquiera una consigna con la que justificarla ante su pueblo.
Las cosas se han puesto peor desde que desapareció la Unión Soviética, ciertamente más hija de su padrastro Stalin que de su padre Lenin, pero que era una izquierda beligerante que permitía la existencia de otras, porque había izquierdas.
Los Estados Unidos ahora muestran abiertamente que se sienten capaces de hacer lo que quieran, sin que nada ni nadie interfiera.
En Europa se está acabando todo: la izquierda ya no tiene casi partidarios (ni partidos) y como desapareció esa amenaza a la vieja burguesía y el fantasma de recorrido se ha mudado a otros sitios, va desapareciendo también la “sociedad de bienestar”, que era la vitrina para evitar que los desvariantes cayeran en manos de algún hijo de Marx.
Los nuevos paquetes que la UE acuerda con los administradores yanquis del FMI se aplican a los más pobres dentro de los privilegiados países de Europa: a griegos e irlandeses, al menos por ahora. Pero aunque sea por partes, el paquetazo neoliberal se va extendiendo: empiezan a retrasar la edad de la jubilación, a bajar las cuantías de las pensiones, a liquidar la seguridad social, a aumentar el desempleo.
Porque eso que empieza a perderse, aunque los europeos no lo sepan, era también una consecuencia de la existencia del comunismo que ellos se permitían el lujo de mirar de arriba abajo, sin sospechar el bien que les hacía.
Ahora Suecia le da asilo a los disidentes cubanos y su fiscalía acuerda con la Interpol la persecución, con alerta roja -como si fuera Martin Bormann o Jack The Ripper- del australiano Julian Assange, por formicar con dos suecas amigas, dicen ellas que sin condón.
Ahora no hay reclutamiento obligatorio y “patriótico” en las fuerzas armadas estadounidenses. Los hijos de los millonarios ya no tienen que ir -o hacer como que van- a cumplir ese deber. Algunos cumplían y otros no: John F. Kennedy fue un valiente teniente en la Segunda Guerra Mundial; George W. Bush se pasó la de Vietnam entre los soldados de su padre en el estado de Texas, bebiendo whisky y dejando correr los años de peligro para luego encaramarse en la silla presidencial y mandar a los jóvenes a la guerra, cuando el supo esconderse muy bien de la suya. Ahora los soldados son los pobres, que arriesgan la posibilidad de morir no por patriotismo, sino por el salario que les pagan.
Acabo de leer -lo tengo ante mí- el discurso con el que Mario Vargas Llosa aceptó el Nóbel de literatura que le fuera conferido por la obra de toda su vida.
Quisiera empezar diciendo que soy un declarado admirador del escritor Mario Vargas Llosa: lo sigo desde su temprana La ciudad y los perros y de aquella excelente noveleta titulada Los cachorros, que Casa de las Américas editó en los años sesenta. He accedido, como he podido, a sus novelas a pesar de que en Cuba no se editan.
Soy un decidido opositor de la idea de que los escritores que se han convertido en enemigos de la Revolución Cubana, no deben ser editados en nuestro país. Algunas personas entienden que esa exclusión es un castigo a nuestros enemigos ideológicos. Yo no lo veo así: creo que se castiga a los lectores cubanos cuando dejan de leer páginas excelentes: la medida, para nada afectará al escritor en cuestión. Tampoco sé si Vargas Llosa, como han hecho García Márquez o Julio Cortázar, amigos de la Revolución Cubana, cedería los derechos de sus novelas para ser editadas en Cuba, pero creo que el gran público lector que tenemos disfrutaría obras como La fiesta del chivo, apasionante crónica de la conspiración que puso fin a la vida del tirano dominicano Rafael Leónidas Trujillo.
Leer el discurso de aceptación del novelista lo obliga a uno, forzosamente, a tener que contrastarlo, compararlo con su obra, y nos da idea de la distancia que media entre el brillante narrador -capaz de hacernos ver el sentido y las trágicas, dramáticas o cómicas dimensiones de la realidad latinoamericana- y el acomodado pequeño burgués de Arequipa (elevado a burgués por su talento, su vanidad y sus temores) que abjuró no ya de la Revolución Cubana, sino de cualquier modalidad de marxismo o socialismo, para ser el escritor “admitido” al que celebra el mundo burgués de este tiempo, porque esa propia abjuración es el gran requisito para su admisión, mucho más que la excelencia de su prosa.
El marxista que fuera en su juventud nunca pretendió buscar otra lectura de Marx que se apartara del verticalismo soviético asumido por la Revolución Cubana: su desencanto lo llevó directamente a engrosar la momificada colección de demócratas liberales que han sido y que han sumido a la América Latina en esa subordinación a los intereses norteamericanos que pobló nuestros países de las dictaduras que el novelista dice despreciar, pero que eran la salida a la que los buenos demócratas liberales y sus jefes norteamericanos echaban mano cuando los pueblos se les ponían indóciles.
Don Mario dice repudiar esas tiranías -gestada la de Pinochet por el demócrata liberal Kissinger- aunque reverencia a sus propulsores. Don Mario, en fin, no fue el revisionista que busca otra verdad en la revolución, sino el arrepentido que abandonó la plaza de la tía Julia para irse al salón de la prima Patricia; el claudicante que, aunque persistan la explotación y las injusticias sociales que vio en su juventud, regresa al conformista redil de los demócratas liberales: no hay nada que hacer sino mantener la alternancia de gobiernos que protegen los privilegios de los de arriba, que son el verdadero poder.
De dientes para afuera se indigna porque América Latina ha incumplido con la emancipación de sus indígenas pero, como una Malinche andina, considera una “seudodemocracia payasa” el gobierno de Evo Morales en Bolivia, uno de los pocos regímenes democráticos del país donde mayor número de golpes militares han ocurrido en el mundo, en el que existe una feroz oligarquía que no ha podido socavar el abierto apoyo popular a Evo.
Que yo sepa, el presidente boliviano nunca se ha propuesto escribir una novela como La casa verde. Acaso intentar ese propósito que no conseguiría, sería una bufonada del dirigente sindical cocalero, pero esa bufonada es hipotética. La payasada de Mario Vargas Llosa sí tuvo lugar, cuando aspiró a la presidencia de Perú y fue vapuleado nada menos que por Alberto Fujimori. Acaso de esa desastrosa aventura presidencial provenga la herida no cicatrizada del novelista, y también la envidia que el político Evo Morales le provoca.
Don Mario irá a codearse en la historia política peruana -no rebasa ese localismo- con Prado Ugarteche, Belaúnde Terry, Alejandro Toledo y el diz que aprista Alan García. En su discurso sueco, menciona al nunca desmentido marxista que fue César Vallejo, quien seguramente se revolvería en su tumba de Montparnasse si lo escuchara. Sólo le faltaría invocar a José Carlos Mariátegui para que la comedia fuera perfecta.
Haydee Santamaría lo liberó de la farsa de mencionar al Che, y el ego de Don Mario nunca pudo perdonárselo. Ahí está el verdadero punto de quiebre del hispanoperuano: hasta ahí llegaron sus ínfulas de revolucionario.
A ver quién logra liberarlo de citar al autor de España, aparta de mí este cáliz.
Recordaremos siempre al excelente narrador que es Mario Vargas Llosa. Se nos irá al basurero el adocenado político que se ha empeñado en ser. Quizás ahí le hubiera sido útil el consejo de su prima-esposa, que él mismo entiende como el mayor elogio que ha recibido: “Mario, para lo único, para lo que tú sirves es para escribir”.
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