Al menos estamos muertos, y no sentimos el enjambre de balas que zumban en nuestras heridas. Muchas veces, se meten por la comisura de los labios como tábanos esplendidos, licuan plomo y epidermis, y luego, saciadas hasta el asco, salen disparadas hacia el sol.
Todos los cuerpos tienen colonias de balas bullendo entre sus huesos. Por la noches se muliplican, rotan silenciosas en los túneles, se sacan chispas unas con otras.
Una bala es una palabra impaciente. Su impacto desencadena crónicas brutales que van aglomerándose en el papel hasta ser estrujadas por la multitud, vueltas bolas inmensas, noria siniestra, nuevo santuario para el panal vibrante. Una bala supera las sentencias de cualquier filósofo o profeta. Precisa. Encuadra. La perfecta y última palabra.
F.E.
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