Foto: Fabricio Estrada
Samuel me ha permitido publicar esta selección de Una canción lejana, su más reciente publicación a través del sello editorial español Imperium Ediciones, Zaragoza, donde reside actualmente. El prólogo es del también poeta hondureño Leonel Alvarado, residente en Nueva Zelanda, del cual comparto un pasaje. Como vemos, esta triangulación y resonancia termina reuniendo una inmensa zona geográfica que concluye aquí, en Puerto Rico, así como Honduras se ha expandido en el tiempo de nuestra memoria.
"En
este libro hay un lugar lleno de muchos tiempos; lo que lleva a pensar en
aquella pregunta de Georges Poulet: “¿Qué tiempo es este lugar?” Los varios
tiempos y los muchos lugares de este libro caben en un sólo lugar: una colina,
que funciona como un centro narrativo y se convierte en la “imagen-relato”, de
la que hablaba Pavese. La pregunta de Poulet y la búsqueda de ese espacio
poético-narrativo pavesiano permiten que el universo, en términos poéticos y
humanos, del libro se articule alrededor de un espacio que lo concentra.
La
colina, que reaparece en muchos poemas, no es un artificio retórico, sino un
núcleo poético-existencial que se va expandiendo intensamente sin desbordarse.
Es, de hecho, un centro de gran intensidad, en el que la experiencia humana y
el oficio de escribir reconocen sus límites. Sin embargo, no se escribe desde
la cima, es decir, desde afuera de la colina, sino desde adentro. El libro se
mueve entre cima y sima; entre ambas se encuentra la colina, y desde su
interior surge la poesía porque en ella transcurre la vida. El libro tiene la
virtud de mantener esa tensión, así como logra moverse en un espacio confinado
sin agotarlo poéticamente; este, me parece, es su mayor acierto; cada vez que
aparece, la imagen de la colina nos permite vislumbrar otras revelaciones,
otras iluminaciones poéticas y humanas".
Leonel Alvarado.
SÓLO UN PASEO
La carretera o el salvaje sendero
de tu vida
nace en el vientre del
cosmos
y se adentra en un bosque.
Ahí conoces la solemnidad
del aroma y la resina que
después
serán el aguarrás
en que se han de disolver
tus días.
Algo se arrastra a un lado
del camino.
«Es el amor»,
piensas,
y ansías la mordedura,
pero el siseo desaparece
entre las hojas de hierba
simbólica.
El futuro cae como una
bellota a tus pies,
canta la zarzamora,
roja de espejismo, al
alcance de tus ansias.
Entras en la espesura
y crees que atrás dejaste
el bingo de las circunstancias,
pero un aullido surge
cuando escarbas
entre los restos de tu
biografía.
Tu piel comienza a
craquelarse,
crepita tu garganta,
la mariposa de la muerte
emprende vuelo nocturno por
tu sangre
y choca contra la
oscuridad
de todo lo que has perdido.
Estás en el camino
y te rebasan, veloces,
los ciclistas que van
hacia el acantilado.
En el caparazón de la
tortuga
sientes que hay una verdad impenetrable.
Piensas en el río que te
resume y te sucede,
en las dársenas donde la
memoria estiba
sus fardos de melancolía,
en el taimado cocodrilo de
las horas,
en las fauces donde
podrías terminar
como alimento de ese
ganado anfibio.
Al fondo,
miras el esplendor
sangrado de la tarde.
Es el final del viaje.
No hay más.
La apresurada cinta del
camino
te arrastra a la colina.
CONSTATACIÓN DE CIRCUNSTANCIAS
Lo que nos quiere
acompañar
estuvo ahí desde el
principio:
el término de la comedia,
la retenida piedad,
las joyas del orgullo,
el aprendido mérito de la saeta
lanzada con temor hacia el futuro.
La Gracia prevalece.
Vamos por ella, sin
esfuerzo,
hasta el agotamiento de
los huesos.
Toda pasión,
todo vano deseo,
todo afán sin
consecuencia,
se disuelve en el paisaje.
A TRAVÉS DEL VELO TERRESTRE
Un niño borra la lección
y crea en la pizarra
unas nubes de invierno.
Leemos en ellas lo que
antes
pareció encaminarse hacia
la luz
y ahora yace en tierra
insana.
Aquí estamos todos,
quietos al fin,
sin los pretéritos afanes,
sin poder ver los
corazones apagados
a través del velo
terrestre.
Ya nada es parte de
nuestra voluntad.
La hierba crece
sin que necesitemos
hacer nada más que
alimentarla
con el silencio en que nos
deshacemos
adentro
de quienes ayer cantaban
con nosotros.
Crear o destruir, se fue
de nuestras manos.
No hay naves, no hay
caminos.
no hay cambios de
estación,
ni amor ni odio.
La sabiduría no crece ni
la estupidez mengua.
Nada muda.
Aquí es donde estamos
los que hemos
desaparecido.
El viento quiere lamer
nuestras heridas,
esas raíces de polvo que
persisten
como una red inútil de la
sombra.
Tenemos larvas por tesoro
en los pulmones aplastados
y el viento no lo sabe.
Después de la tormenta
queda en el cielo una
magnificencia de cobalto.
En vano intentamos
recordar
(en la quietud que queda)
esa vieja lección
que un niño borró de la pizarra.
CANTA OZYMANDIAS
Desprendidos de un astro,
caímos al mundo.
No lo sabíamos.
Nuestros pasos, nuestro
esfuerzo,
las ciudades que nuestras
manos levantaron
(esas enormes burbujas
a las que dimos nombre de
imperios y que reventaron
en el pantano transparente de los
aires),
fueron tan sólo instantes
del sendero
que nos condujo a esta
tierra de calladas hierbas.
Polvo es lo que une las estrellas y mis manos.
ABEJA EN LA SOLAPA
Aquí
si alguien recuerda a
alguien,
evoca sólo
el fotograma perdido de un
aroma.
El polen de la existencia
vuela disperso por el campo.
STARBUCK
Sobre la nata brillante de
los besos
está la mosca muerta del
amor.
Alguien pregunta un nombre
y lo
anota en el reverso del instante.
ANALOGÍAS
Mi cabeza es el cuerpo de
una araña.
Kilómetros abajo, en lo
indecible,
están las raíces de mis
piernas
y el tarso inmóvil como un
tubérculo nonato.
Habito un ciego espacio
interestelar.
Como la araña,
de rama a rama lanzo mis
Voyager.
La densidad del polvo es
incesante.
Me vacío del ayer
brillante
mientras abrazo las
sombras insondables.
Mis brazos quietos son mis
remos.
Las fatigas trabajan en mi
sueño.
Eso es lo único necesario
para el viaje.
Mi corazón es un secreto,
una amatista
en la geoda de la noche,
una pequeña gota de ámbar
que llegó hasta las raíces.
LOS FUEGOS FATUOS
Habremos de reencontrarnos
porque viajamos en
círculos concéntricos.
Esa botella de agua que
alzas con tu mano
está contaminada de afanes.
Bebes tu propia muerte.
Besas la calavera del
amor.
El tiempo asiste como un
cirujano.
Tus amigos son ayudantes
del forense.
Tu hombre o tu mujer
son la novia de los
enterradores.
Tu trabajo es resistir,
acumular trofeos:
por allá la cabeza brutal
del ego;
de este lado la pulida
cornamenta del deseo;
las perlas de sabiduría
en el cuarto estómago de
la vaca;
el camafeo de las
profecías al alcance de la mano;
el holograma de la
satisfacción en la pared norte;
al sur, el castillo de
naipes
(y el diablo junto a él);
el carné de esclavo
alrededor del cuello.
La sed nos seguirá hasta
el fin.
La lengua se hincha.
Las palabras están detrás.
Nuestros adioses
son una momentánea
bifurcación de los caminos.
Al final se encuentra la
colina,
iluminada por los fuegos fatuos.
AL FINAL
Entre
otras cosas,
este
oficio de escribir
ha
doblegado mi columna.
Las
vértebras cervicales
se
curvan como un arco
del
que salen disparadas las palabras.
Una
de ellas atraviesa un manzano
y así
me integro a su presencia;
otra
intenta
llover sobre tus labios,
y cae
entre
las ramas ardientes de las horas;
la
más hermosa
vuela
como un pájaro de oro
hacia
tu corazón.
Ahí muere,
sin entrar,
fría
y oxidada.
Este
oficio
es
inservible y triste,
a
veces.
Al
final,
pero
sólo al final,
puede
que esa sea
la
única y última belleza que nos quede
-este
amoroso intento
de
pronunciar con luz tu nombre-,
cuando
cansado y gris
camine
por
los jardines arrasados
y
recuerde
los
besos
que
jamás nos dimos.
ATRAVESAR LOS LÍMITES
Llanura de silencio.
Colina de rumores.
Cada paso,
cada aliento simplísimo
es un fugitivo sin antorcha
en medio de la noche.
Las aldeas surgen a su
paso
y se apagan al instante.
Todo pasa.
Las cavernas se abren
y sueltan un vaho de
silencio.
Las palabras que no se
pronunciaron
no lo harán jamás.
No escucharemos las voces
de las llamas.
Los heridos
habrán de conservarse en
la cima de su fiebre.
Ahora tocas a mi puerta.
Oyes un prolongado rumor
de multitudes.
Abres mi pecho.
Entras.
Termina la batalla.
ADIÓS A TODO ESO
A Robert Graves
Menos
florida, sin olivos,
sin
blanco perfil de horizonte,
sin
la súbita luz del mar,
sin mar,
bogando
los vacíos,
he
llegado al fin a la colina,
hasta
la isla de mis sueños.
Un
continente mayor, oscuro, he dejado
a la
deriva
en la
implacable marea de los días y las noches.
Esto
que escribo no nace en mi costado:
vacía
la urna,
en el
pequeño navío de mi mano
está
el cadáver transparente del pasado.
Atravesando
el ruido de la estática,
llegan
noticias de que estuve al frente,
mas
nunca comprendí
los
delirantes campos de batalla.
Nada
hay que corregir.
Fue
así.
Para
otros el peso de todas las medallas,
para
mí la paz.
Viste
despojos colgando de las alambradas,
pero
ignoraste la lenta despedida.
Un
poco de comercio, un poco de arte,
estirar
con vigor el cable de la sangre:
vanos
intentos, vanos todos;
tan
sólo juvenil candor,
anécdotas
sabrosas alrededor del fuego.
Encima
del sendero está mi casa.
Duermo
junto al río Escamandro.
Aquella
que se acerca,
¿se
vestirá de rojo,
de
púrpura o azul o de blanco purísimo?
Ratas
roerán las cuerdas de mis arcos;
mas
nada importará:
la
guerra habrá pasado,
la
vida habrá pasado.
Solo
estará y en paz al fin el anfiteatro.
En lo
más alto, bajo los olmos,
las
páginas sin mancha,
la
silenciosa Albión,
los
más callados
y respetuosos
lectores que jamás tendré,
dirán
tan sólo dos palabras:
hubo
poesía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario