martes, 7 de abril de 2020

Samuel Trigueros - Una canción lejana


Foto: Fabricio Estrada

Samuel me ha permitido publicar esta selección de Una canción lejana, su más reciente publicación a través del sello editorial español Imperium Ediciones, Zaragoza, donde reside actualmente. El prólogo es del también poeta hondureño Leonel Alvarado, residente en Nueva Zelanda, del cual comparto un pasaje. Como vemos, esta triangulación y resonancia termina reuniendo una inmensa zona geográfica que concluye aquí, en Puerto Rico, así como Honduras se ha expandido en el tiempo de nuestra memoria.

"En este libro hay un lugar lleno de muchos tiempos; lo que lleva a pensar en aquella pregunta de Georges Poulet: “¿Qué tiempo es este lugar?” Los varios tiempos y los muchos lugares de este libro caben en un sólo lugar: una colina, que funciona como un centro narrativo y se convierte en la “imagen-relato”, de la que hablaba Pavese. La pregunta de Poulet y la búsqueda de ese espacio poético-narrativo pavesiano permiten que el universo, en términos poéticos y humanos, del libro se articule alrededor de un espacio que lo concentra.

La colina, que reaparece en muchos poemas, no es un artificio retórico, sino un núcleo poético-existencial que se va expandiendo intensamente sin desbordarse. Es, de hecho, un centro de gran intensidad, en el que la experiencia humana y el oficio de escribir reconocen sus límites. Sin embargo, no se escribe desde la cima, es decir, desde afuera de la colina, sino desde adentro. El libro se mueve entre cima y sima; entre ambas se encuentra la colina, y desde su interior surge la poesía porque en ella transcurre la vida. El libro tiene la virtud de mantener esa tensión, así como logra moverse en un espacio confinado sin agotarlo poéticamente; este, me parece, es su mayor acierto; cada vez que aparece, la imagen de la colina nos permite vislumbrar otras revelaciones, otras iluminaciones poéticas y humanas". 

Leonel Alvarado.





SÓLO UN PASEO



La carretera o el salvaje sendero de tu vida
nace en el vientre del cosmos
y se adentra en un bosque.
Ahí conoces la solemnidad
del aroma y la resina que después
serán el aguarrás
en que se han de disolver tus días.

Algo se arrastra a un lado del camino.
«Es el amor», piensas,
y ansías la mordedura,
pero el siseo desaparece
entre las hojas de hierba simbólica.

El futuro cae como una bellota a tus pies,
canta la zarzamora,
roja de espejismo, al alcance de tus ansias.

Entras en la espesura
y crees que atrás dejaste
el bingo de las circunstancias,
pero un aullido surge cuando escarbas
entre los restos de tu biografía.
Tu piel comienza a craquelarse,
crepita tu garganta,
la mariposa de la muerte
emprende vuelo nocturno por tu sangre
y choca contra la oscuridad
de todo lo que has perdido.

Estás en el camino
y te rebasan, veloces,
los ciclistas que van hacia el acantilado.
En el caparazón de la tortuga
sientes que hay una verdad impenetrable.                                                                    
Piensas en el río que te resume y te sucede,
en las dársenas donde la memoria estiba
sus fardos de melancolía,
en el taimado cocodrilo de las horas,
en las fauces donde podrías terminar
como alimento de ese ganado anfibio.

Al fondo,
miras el esplendor sangrado de la tarde.

Es el final del viaje.
No hay más.

La apresurada cinta del camino
te arrastra a la colina.





CONSTATACIÓN DE CIRCUNSTANCIAS



Lo que nos quiere acompañar
estuvo ahí desde el principio:
el término de la comedia,
la retenida piedad,
las joyas del orgullo,
el aprendido mérito de la saeta
lanzada con temor hacia el futuro.

La Gracia prevalece.
Vamos por ella, sin esfuerzo,
hasta el agotamiento de los huesos.

Toda pasión,
todo vano deseo,
todo afán sin consecuencia,
se disuelve en el paisaje.





A TRAVÉS DEL VELO TERRESTRE



Un niño borra la lección
y crea en la pizarra
unas nubes de invierno.
Leemos en ellas lo que antes
pareció encaminarse hacia la luz
y ahora yace en tierra insana.

Aquí estamos todos,
quietos al fin,
sin los pretéritos afanes,
sin poder ver los corazones apagados
a través del velo terrestre.

Ya nada es parte de nuestra voluntad.
La hierba crece
sin que necesitemos
hacer nada más que alimentarla
con el silencio en que nos deshacemos
adentro
de quienes ayer cantaban con nosotros.

Crear o destruir, se fue de nuestras manos.
No hay naves, no hay caminos.
no hay cambios de estación,
ni amor ni odio.
La sabiduría no crece ni la estupidez mengua.
Nada muda.
Aquí es donde estamos
los que hemos desaparecido.

El viento quiere lamer nuestras heridas,
esas raíces de polvo que persisten
como una red inútil de la sombra.
Tenemos larvas por tesoro
en los pulmones aplastados
y el viento no lo sabe.

Después de la tormenta
queda en el cielo una magnificencia de cobalto.
En vano intentamos recordar
(en la quietud que queda)
esa vieja lección
que un niño borró de la pizarra.





CANTA OZYMANDIAS



Desprendidos de un astro,
caímos al mundo.

No lo sabíamos.

Nuestros pasos, nuestro esfuerzo,
las ciudades que nuestras manos levantaron
(esas enormes burbujas
a las que dimos nombre de imperios y que reventaron
en el pantano transparente de los aires),
fueron tan sólo instantes del sendero
que nos condujo a esta tierra de calladas hierbas.

Polvo es lo que une las estrellas y mis manos.





ABEJA EN LA SOLAPA



Aquí
si alguien recuerda a alguien,
evoca sólo
el fotograma perdido de un aroma.

El polen de la existencia
vuela disperso por el campo.





STARBUCK

Sobre la nata brillante de los besos
está la mosca muerta del amor.

Alguien pregunta un nombre
y lo anota en el reverso del instante.





ANALOGÍAS



Mi cabeza es el cuerpo de una araña.
Kilómetros abajo, en lo indecible,
están las raíces de mis piernas
y el tarso inmóvil como un tubérculo nonato.

Habito un ciego espacio interestelar.
Como la araña,
de rama a rama lanzo mis Voyager.
La densidad del polvo es incesante.
Me vacío del ayer brillante
mientras abrazo las sombras insondables.

Mis brazos quietos son mis remos.
Las fatigas trabajan en mi sueño.
Eso es lo único necesario para el viaje.

Mi corazón es un secreto,
una amatista
en la geoda de la noche,
una pequeña gota de ámbar
que llegó hasta las raíces.





LOS FUEGOS FATUOS



Habremos de reencontrarnos
porque viajamos en círculos concéntricos.

Esa botella de agua que alzas con tu mano
está contaminada de afanes.
Bebes tu propia muerte.
Besas la calavera del amor.
El tiempo asiste como un cirujano.
Tus amigos son ayudantes del forense.
Tu hombre o tu mujer
son la novia de los enterradores.
Tu trabajo es resistir,
acumular trofeos:
por allá la cabeza brutal del ego;
de este lado la pulida cornamenta del deseo;
las perlas de sabiduría
en el cuarto estómago de la vaca;
el camafeo de las profecías al alcance de la mano;
el holograma de la satisfacción en la pared norte;
al sur, el castillo de naipes
(y el diablo junto a él);
el carné de esclavo alrededor del cuello.

La sed nos seguirá hasta el fin.
La lengua se hincha.
Las palabras están detrás.

Nuestros adioses
son una momentánea bifurcación de los caminos.

Al final se encuentra la colina,
iluminada por los fuegos fatuos.




AL FINAL



Entre otras cosas,
este oficio de escribir
ha doblegado mi columna.
Las vértebras cervicales
se curvan como un arco
del que salen disparadas las palabras.
Una de ellas atraviesa un manzano
y así me integro a su presencia;
otra
intenta llover sobre tus labios,
y cae
entre las ramas ardientes de las horas;
la más hermosa
vuela como un pájaro de oro
hacia tu corazón.
Ahí muere, sin entrar,
fría y oxidada.
Este oficio
es inservible y triste,
a veces.
Al final,
pero sólo al final,
puede que esa sea
la única y última belleza que nos quede
-este amoroso intento
de pronunciar con luz tu nombre-,
cuando cansado y gris
camine
por los jardines arrasados
y recuerde
los besos
que jamás nos dimos.




ATRAVESAR LOS LÍMITES



Llanura de silencio.
Colina de rumores.
Cada paso,
cada aliento simplísimo
es un fugitivo sin antorcha
en medio de la noche.
Las aldeas surgen a su paso
y se apagan al instante.

Todo pasa.
Las cavernas se abren
y sueltan un vaho de silencio.
Las palabras que no se pronunciaron
no lo harán jamás.
No escucharemos las voces de las llamas.
Los heridos
habrán de conservarse en la cima de su fiebre.
Ahora tocas a mi puerta.
Oyes un prolongado rumor de multitudes.
Abres mi pecho.
Entras.
Termina la batalla.





ADIÓS A TODO ESO
A Robert Graves



Menos florida, sin olivos,
sin blanco perfil de horizonte,
sin la súbita luz del mar,
sin mar,
bogando los vacíos,
he llegado al fin a la colina,
hasta la isla de mis sueños.

Un continente mayor, oscuro, he dejado
a la deriva
en la implacable marea de los días y las noches.

Esto que escribo no nace en mi costado:
vacía la urna,
en el pequeño navío de mi mano
está el cadáver transparente del pasado.

Atravesando el ruido de la estática,
llegan noticias de que estuve al frente,
mas nunca comprendí
los delirantes campos de batalla.

Nada hay que corregir.
Fue así.
Para otros el peso de todas las medallas,
para mí la paz.

Viste despojos colgando de las alambradas,
pero ignoraste la lenta despedida.

Un poco de comercio, un poco de arte,
estirar con vigor el cable de la sangre:
vanos intentos, vanos todos;
tan sólo juvenil candor,
anécdotas sabrosas alrededor del fuego.

Encima del sendero está mi casa.
Duermo junto al río Escamandro.
Aquella que se acerca,
¿se vestirá de rojo,
de púrpura o azul o de blanco purísimo? 

Ratas roerán las cuerdas de mis arcos;
mas nada importará:
la guerra habrá pasado,
la vida habrá pasado.
Solo estará y en paz al fin el anfiteatro.

En lo más alto, bajo los olmos,
las páginas sin mancha,
la silenciosa Albión,
los más callados
y respetuosos lectores que jamás tendré,
dirán tan sólo dos palabras:

hubo poesía.

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