jueves, 16 de abril de 2020

La primera vez que vi Nueva York

Aterricé en el John F. Kennedy junto a una ciudadana china y una fiebre que comenzaba a mover mis huesos. ¿Demasiada coincidencia con el futuro que aún no presentaba su nombre de perro? La muchacha hablaba un español bastante aceptable y me preguntaba de todo respecto a Honduras. "Disculpe si molesto, pero es que soy una viajera incorregible y me gustaría conocer Centroamérica alguna vez" -me decía, y yo quería un momento de silencio para poder ver desde la ventanilla a Nueva York. Respondiéndole con amabilidad logré ver la primera imagen de aquella ciudad que me prometí conocer un día, aunque esta vez solo sería en tránsito hacia Puerto Rico. Regresaba de Tapachula, del Festival de Poesía del Soconusco, en octubre pasado. Un día antes hablábamos con René Morales y Yeraldín Obando en los amplios corredores cerveceros frente al parque, en un mediodía donde los migrantes africanos y centroamericanos llenaban cada rincón en espera de que las autoridades les permitieran seguir hacia el norte.

Eran cientos. Algunos muy aburridos y con graves necesidades. Hablábamos de la paradoja de que un hondureño -también migrante-viera desde la sombra de una cerveza a sus compatriotas que huían del país del que también yo había dejado, en otras condiciones, pero dejado, no en caravana, pero si en la multitud que fui cuando, desde la ventanilla del avión, vi la última imagen de aquella Tegucigalpa donde quedaba mi hijo. Tomé el último sorbo con lentitud y de pronto ya estaba cruzando el DF, con un frío incipiente y extraño luego de haberme encontrado con otro hondureño que, coincidencia tremenda, estuvo casado con una mujer de mi pueblo. Honduras me iba siguiendo y la alegre muchacha china seguía preguntándome si Honduras era grande o pequeña, que si tenía mar o un río inmenso; que si las montañas eran altas, que si la gente sonreía mucho. Le sonreí justo cuando miré el primer gran cementerio de los suburbios de Nueva York, el Beth David. Quedé absorto en su tamaño, calculé sus dimensiones y estaba confirmando que tenía el tamaño de una mala pesadilla cuando apareció el segundo cementerio, el Montefiore. Eran realmente inmensos y no fue la mejor imagen que esperaba encontrar de la ciudad. También vi campos de golf en medio de las interminables zonas habitacionales. Al fondo, muy en el fondo, destellaba Manhattan, absurdamente pequeña.

Lo que vi lo vi sombrío y no me agradó. Bosques de tonos café y grises, la acumulación de la gigantesca necesidad de habitar en torno al prestigio, la saturación habitacional del horizonte ¿cómo se desea vivir en esta ciudad informe? me preguntaba cuando el avión rodaba hacia la terminal y un masivo jumbo 747 de El Al-Airlines apuntaba su pico hacia el cielo israelí. Cuando llegamos a la zona de ingreso migratorio, la muchacha por fin calló y se despidió con alegría, "Prometo conocer Honduras un día" me dijo mientras me decía adiós. A partir de ese momento comencé a tener frío, mucho frío. Era fiebre y en definitiva, volé enfermo de algo que no identificaba aún. Como pude, respondí al papeleo y en medio de un dolor generalizado en todo el cuerpo, di tumbos hasta encontrar la zona de trasbordo hacia la terminal de donde tendría que regresar a Puerto Rico. Los funcionarios y empleados del aeropuerto me agradaron por su amabilidad, todo lo opuesto a los de Miami, insensibles y atorrantes ganaderos de hatos humanos. Llegué a la sala de espera y le pregunté a un policía dónde encontraba una farmacia. Pudimos conversar en un inglés que debe salirme bien con fiebre al igual que cuando tomo cerveza, y ya tenía a mano dos pastillas para intentar bajar el dolor de cabeza y el escalofrío.

Estaba ahí, de pronto con 39 o 40 grados de fiebre. En medio de cientos de personas. Recordarlo ahora me da taquicardia. Aún no ladraba el perro global de la cuarentena y yo esperaba impaciente subir al avión al igual que junto a Iris esperábamos subir a otro en Montevideo, justo en el filo del cierre de Uruguay al Covid-19 el mes pasado. Nadie me preguntó nada en Nueva York, todo fue sonrisa, amabilidad y genuina preocupación para que un pasajero como yo no perdiera su vuelo. Me pareció la gente más relajada y llena de compromiso con su trabajo. La mayoría eran afroamericanos y disfruté escuchar su jerga de serie televisiva y sus ademanes despreocupados. Ellos eran Nueva York así como el soldado White, el primer marine con el que hablé en mi pueblo, cuando los gringos querían invadir Nicaragua en 1986. White era afroamericano y era el único que se reía del robo que todo el pueblo hacía de los refrescos enlatados que se regaron de su convoy accidentado. Dos camiones llantas al cielo y la desparramada víscera de aluminio endulzándolo todo. "Pero white significa blanco en inglés ¿verdad?" le pregunté en mi masticado inglés de 12 años. "Sí, sí, lo sé... yo soy blanco" me dijo muerto de la risa. ¿and where you from? insistí. ¡From New York, of course boy!! Give me five!

Llegué a un Puerto Rico que creí tan frío como Alaska. Al día siguiente fuimos al médico y resultó que tenía chikungunya, una atrocidad que me tuvo tres semanas brutalizado y en cama. Miro las noticias que llegan del Nueva York arrasado por el Covid-19. Me pregunto cuántos entraron con fiebre al igual que yo lo hiciera. Cuántos hablaron, preguntaron y esperaron el taxi de Robert de Niro.

Me pregunto si White habrá invadido Panamá o Grenada o Irak o simplemente cumplió su tour hondureño y regresó a la ciudad que en la actualidad es la más triste del planeta. Me pregunto si la muchacha china habrá sobrevivido a la primera ola.


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