domingo, 5 de abril de 2020

El múltiple espejo de la otredad - Fabricio Estrada


'Trobador', ca. 1972. Fondazione Giorgio e Isa de Chirico, Roma © Giorgio de Chirico, VEGAP, Barcelona, 2017 

La necesidad de estudiar lo humano desde la perspectiva del otro, ha sido, desde la antigüedad, un eje vital en todos los precursores de la antropología. Con la misma intensidad del primer asombro ante el descubrimiento de la otredad, el esfuerzo por separar la mirada que, intensamente, tendemos a dirigir siempre hacia nosotros mismos[1], ha sido una de las tareas más urgentes que se han propuesto los primeros etnógrafos, los unos sin tener una idea clara de lo que estaban describiendo y, los otros, muy conscientes de que su descripción de lo descubierto sería el balance de poder o de prestigio cultural de su nación o reino de origen.
En este ensayo abordaré, en breves fragmentos, la forma descriptiva que hicieron de su choque con otra realidad tres precursores de la antropología y de la etnografía, esforzándome en mostrar el cómo su identidad cultural de procedencia marcó el entendimiento y el mundo referencial de la cultura con que se encontraron, revelando que su abordaje fue más una metódica comparación con su propia cultura -casi fixista en una narrativa cercana al ventriloquismo colonial[2]- que una fascinación por los valores nuevos encontrados. Para ello, traeré a colación a Heródoto, en su libro Historia, a Cristóbal Colón y su Diario de A Bordo, y a la extensa relación de Álvar Núñez cabeza de Vaca en Naufragios.
Desde el aparentemente incansable pero vasto Heródoto, pasando por calculado y contenido diario de Colón, hasta el enfebrecido y desesperado recuento de Cabeza de Vaca en Naufragios, nos encontramos ante el múltiple espejo humano que construyó la idea de, más de lo que somos, lo que es el otro.

Heródoto, la Historia como un escudo

La mirada de Heródoto[3] está signada por la ciudad griega, que en sí misma era el mundo contenido y en orden dentro de sus murallas como escudos. Era el Estado y era la Polis a la vez, el mecanismo social concreto trazado por calles que conducían hacia el ágora y desde donde la voz de sus líderes, en resonancia radial, desplegaban el cosmos del saber y de la autoridad. Más allá de sus murallas estaban los caminos que, como venas, enlazaban con otras racionales polis con las que competía en forma pacífica o bélica pero siempre en un juego de valores culturales consensuados por una sola matriz simbólica. La conquista del otro no significaba entonces la destrucción de la civilización, era tan solo definir la hegemonía o el liderazgo del mundo griego. Esto es vital de entender para cuando Heródoto comienza a valorar lo observado en un definitivo punto de vista de alejamiento que Todorov llamará plano praxeológico, aunque Heródoto provenga de un mundo simbólico donde la mitología regla la moral de los ciudadanos. No obstante, Heródoto eleva el tono despectivo, de franca superioridad, para describir el imaginario de los pueblos que va conociendo:

“Dejo correr la historia que se cuenta acerca de Ábaris, según la cual era hiperbóreo y recorrió toda la tierra con una flecha clavada y sin comer. Si hay unos hombres hiperbóreos hay también otros situados en el extremo sur. Yo me mondo de risa cuando veo cuántos han trazado ya los circuitos de la tierra ¡Nadie los ha dibujado de manera razonable[4]! Representan el Océano fluyendo alrededor de la tierra, la cual es circular, como si estuviera hecha a golpe de compás, y otorgan las mismas dimensiones a Asia que a Europa.”
La burla que aparece aquí sin ningún tapujo es profundamente irónica ya que el mismo Heródoto, a lo largo de su obra, va recordando al lector que su propia voz puede ser digresión u otra ficción más para intentar atrapar lo incomprensible, y así lo dice en el siguiente fragmento, cuando intenta definir las dimensiones de las tierras que hoy serían Irak e Irán:

“Esta es una de las dos penínsulas; la segunda empieza en el país de los persas y se extiende en dirección al mar Rojo, desde Persia hasta Asiria y desde Asiria hasta la Arabia. De todos modos, termina (no es que termine, termina solo por convención de los hombres) en el golfo de Arabia…”[5]

A pesar de que su insoslayable cultura griega llega a prejuiciarlo respecto a los pueblos descritos, Herodóto, humanista en toda regla, se concentra también en explicar las variantes humanas en términos muy humanos, así como lo refieren Erickson y Murphy[6].
Por ello, no se contiene al momento de describir la ritualidad en torno al parto de la tribu de los getas, derivación de los tracios que habitaron el norte del Danubio, una ritualidad que, descrita tal como él lo hace, nos hace sentir presentes en ese círculo íntimo al que él debió tener acceso. Y digo que él debió estar presente porque el cuadro que nos ofrece es vívido e impregnado de una sensibilidad subjetiva que va más allá de la descripción de una costumbre. Heródoto tuvo que sentir la humanidad compartida e invariablemente cerca de los getas[7]:

“Los usos de los getas, que creen en la inmortalidad, ya los he explicado. Las costumbres de los trausos coinciden exactamente con las de los demás tracios, pero en lo que se refiere al nacimiento y a la muerte he aquí como se comportan: los parientes se sientan alrededor del recién nacido y se lamentan por todos los males que deberá soportar, puesto que ha nacido: enumeran todos, absolutamente todos los dolores humanos. Pero sepultan bajo tierra, con bromas y alegría, al que ha muerto, advierten de los males de que ahora, vivo ya en una felicidad eterna, se ve libre.”

Sin embargo, y de manera inmediata a esta estampa de universal humanismo, Heródoto corta de tajo el espejismo en el que por breves minutos ha deseado llevarnos -o quizá sea su propio lamento- y nos da esta muestra de brutalidad patriarcal entre los que habitan más allá de los crestoneos, de la misma matriz cultural tracia, en un manifiesto indudable de su espanto civilizado que pone límites entre los griegos y la barbarie amenazante que acecha al norte de su civilización:

“Pero las gentes que viven al norte de los crestoneos he aquí lo que hacen: cada uno tiene muchas mujeres. A la muerte de uno de ellos estalla entre las mujeres una gran disputa, y sus amigos hacen un gran esfuerzo para determinar cuál de aquellas mujeres fue más querida por el difunto. A aquella que le resulta asignada la preferencia y se lleva el premio, hombres y mujeres la llenan de elogios, y los parientes más próximos la llevan como víctima al sepulcro. La sacrifican y entierran junto a su marido. Las demás esposas lo tienen por un gran infortunio, porque para ellas es la mayor afrenta.”

El “Pero” con que Heródoto inicia este párrafo es la síntesis y el filo de su escudo cultural y, no hay duda, de que es el mismo que utiliza para las demás descripciones en los otros territorios que va narrando, definiendo a la vez, el punto de vista central que todo el mundo occidental, desde entonces y hasta la fecha, heredaría y generalizaría del pensamiento griego respecto a la otredad. Como dice el historiador Serge Gruzinski, por lo general lo exótico designa lo que está en otra parte, lo lejano, lo no occidental.

Cristóbal Colón, la tercera persona de la singular conquista

Cuando la deriva de los vientos alisios hicieron que Colón[8] se encontrara ante la más improbable de sus búsquedas, el viejo mundo occidental se topó de pronto ante algo tan enorme en posibilidades y consecuencias que el tono narrativo utilizado por Cristóbal Colón en su Diario de a bordo fue la mejor elección para disimular su perplejidad. Como afirma Erikson, “La conquista de América contribuyó a una verdadera revolución entre los intelectuales de Europa. No solo provocaría un pensamiento nuevo sobre las diferencias culturales, sino que pronto estaría claro que un continente entero había sido descubierto ¡y la Biblia nunca lo había mencionado!”.
Los estudios psicológicos respecto al uso de la tercera persona[9] nos dicen que esta opción descriptiva ayuda a controlar mejor las emociones y que a la vez “establece cierta distancia psicológica de sus propias experiencias”. En sí mismo, Colón encarnó entonces los cálculos y distanciamientos del equilibrio políticamente comedido de lo que sucedería a partir de su llegada a las Bahamas: Europa tardaría treinta años en admitir de que la España de los reyes católicos había encontrado un nuevo mundo. La prudencia ameritaba dilatar el asombro hacia todo lo que viniera de la sorprendente España de la reconquista, sobre todo en una Europa plagada de conflictos que no quería una superpotencia como la española prestigiándose, a trompicones, pero inexorable[10], de manera desproporcionada.

Escribir en tercera persona, le permitió a Colón distanciarse de todo exceso llevado a cabo en nombre de los reyes de Castilla, excesos que lo harían tomar posesión de territorios que bajo ningún punto de vista podría reclamar para sí ningún conquistador sin antes haber peleado por ellos. Y ese es el caso: Colón toma como nueva tierra para España un continente que ni siquiera había reaccionado. En pocas palabras: conquistó durante el brevísimo pestañeo que dio la fascinación de su llegada entre los nativos. Y lo hizo improvisando:

“Habiendo todos dado gracias a Nuestro Señor, arrodillados en tierra y besándola con lágrimas de alegría por la inmensa gracia que les había hecho, el Almirante se levantó y puso a la isla el nombre de San Salvador. Después, con la solemnidad y palabra que se requerían, tomó posesión de ella en nombre de los Reyes Católicos, estando presente mucha gente de la tierra que allí se había reunido. Acto seguido, los cristianos le recibieron por su Almirante y Visorey, y le juraron obediencia, como a quien que representaba la persona de Su alteza, con tanta alegría y placer como era justo que tuvieran con tal victoria, pidiéndole todos perdón de las ofensas que por miedo e inconstancia le habían hecho[11]

La perplejidad fue seguramente del tamaño del Mar Océano, y en ambas orillas, tanto los reyes católicos como el cacique que se acercó a la playa para presenciar el arribo junto a su pueblo, solo alcanzaron a confirmar que el acto teatral que Colón y sus marinos realizaron, estaba en toda regla de acuerdo a lo que se requería para no ofender a los poderes que le darían privilegios y riquezas a partir de entonces, y por supuesto la teatralidad desconcertante ante una población que los españoles despreciaron desde el mismo momento que vieron desnudos.

“Como gente llena de la primera simplicidad, iban todos desnudos, como nacieron, y también una mujer que allí estaba no vestía de otra manera[12].”

La primera simplicidad a la que se refiere Colón la explica Nielsen de la siguiente manera: Durante la edad media los filósofos asumieron que Dios había creado el mundo de una vez y para todos, dando a sus habitantes la particular naturaleza que habían mantenido hasta entonces. Ahora (durante la conquista de América) se estaba volviendo posible preguntarse si los nativos americanos representaban un estadio temprano en el desarrollo de la humanidad… Montaigne invocó le bon sauvage, “el buen salvaje”, una idea que asumió bondades inherentes entre los apátridas…”
Este encuentro descrito por Colón no fue el único que sucedió en tercera persona. En el pestañeo que sucedió mientras los nativos observaban la toma de posesión de sus tierras, en su psiquis debió imperar -especulo- la forma oral y en la tercera persona del plural en que se contaba todo entre la cultura indígena sin escritura: “Y toda la gente del pueblo estaba ahí, viendo a los dioses vestidos y con barba, y no podía creerlo”. Me atrevo a especular con este posible pensamiento en tercera persona del plural desde el lado indígena porque la forma de representación que ahí sucedía sobrepasaba la realidad del yo presente continuum indígena y, el trauma que vino a continuación en la memoria de todos los pueblos violentados y brutalizados, tuvo que haber dado una narrativa oral ahora perdida en su mayoría, pero que en las crónicas del mexica Fernando De Alva Ixtlixochitl sigue subsistiendo; porque al hablar del cómo eran los toltecas, en su conjunto y en el tiempo que los españoles identificaron como el tiempo de todos los indios, Ixtlixochitl está hablando de sí mismo, de su identidad, en un guiño idiográfico a sus congéneres, ahora en pleno sincretismo religioso:

“Estos tultecas eran grandes artífices de todas las artes mecánicas: edificaron muy grandes e insignes ciudades, como fueron Tolan, Teotihuacán, Chololan, Tolatzinco y otras muchas, como parece por las grandes ruinas de ellas. Su vestuario era unas túnicas largas a manera de los ropones que usan los japoneses, y por calzado traían unas sandalias, y usaban sombreros hechos de pala o de palma. Eran pocos guerreros, aunque muy republicanos; y eran grandes idólatras…”

Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el regreso a la estatura de ser humano

La situación de indefensión vivida por Álvar Núñez Cabeza de Vaca y sus compañeros españoles naufragados en la costa de la actual Florida, contrasta con la de los vencedores tercios de la corona de Castilla que se impusieron en Europa y, en igual, pero de diferente forma, en Tenochtitlán. El orgulloso espíritu de cuerpo ostentado en verso por un soldado anónimo que participó en la marcha hacia Viena en 1530 (Carlos V envió los tercios ante la amenaza otomana) y citado por el hispanista Henry Kamen, nos dice: “Españoles, españoles/ ¡Qué a todos os han temor![13]. Y es que la indefensión pone en la realidad más terrorífica a todo explorador de Terra nondum cognita, lo ubica en su auténtica estatura y le da estatura a quien se le enfrenta como amenaza y en medio de la incapacidad de responder. Así, Cabeza de Vaca describe a los nativos habitantes que prácticamente les dieron cacería y luego esclavitud:

“Cuantos indios vimos de la Florida aquí, todos son flecheros y como son tan crescidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos parescen gigantes. Es gente á maravilla bien dispuesta, muy enjutos y de muy grandes fuerzas y ligereza…”[14]

Esta aceptación de las fuerzas de los nativos contrasta con las hechas por Fray Ramón Pané, desde una posición de fuerza propia, además de la tolerancia y de la recepción crédula que recibió por parte de los arahuacos (taínos):

“Pero con otros hay necesidad de fuerza y de ingenio, porque no todos somos de una misma naturaleza. Como aquellos tuvieron buen principio y mejor fin, habrá otros que comenzarán bien (su cristianización) y se reirán después de lo que se les ha enseñado; con los cuales hay necesidad de fuerza y castigo”[15].

Hay un pasaje desconcertante y dispuesto a la especulación en Naufragios en cuanto a lo que debieron sentir los nativos ante la desgracia del naufragio:

“Los indios, al ver el desastre que nos había venido y el desastre en que estábamos, con tanta desventura y miseria, se sentaron entre nosotros, y con el gran dolor y lástima que hobieron de vernos en tanta fortuna, comenzaron todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos de allí se podía oír, y esto les duró más de media hora; y cierto ver que estos hombres tan sin razón y tan crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en mí y en otros de la compañía cresciese más la pasión y la consideración de nuestra desdicha” (Cabeza de Vaca, pag. 57).

El espejo de piedad y conmiseración que los nativos les ofrecieron hizo a los españoles dimensionar la desolación del momento en toda su magnitud, sí, pero ¿fue conmiseración y auténtico dolor lo mostrado por los indígenas o fue decepción? ¿Decepción de ver a sus temidos dioses vencidos por los elementos que se suponía podían dominar? ¿O fue un dolor genuinamente humano construido también por una cultura donde la piedad era eje moral? Lo otro siempre es un poder en tensión que hala de extremos opuestos. En ese cable se fija lo humano, sus distancias e inevitables cercanías, sus fuerzas y debilidades, los dioses comunes o los demonios de la extrañeza.


[1] Thomas Hobbes hizo hincapié no en una tendencia natural por parte de los humanos a formar sociedades, sino más bien en una tendencia natural hacia el interés propio. El creía que esta tendencia debía ser controlada y que, los seres humanos racionales, reconocen que deben someterse a la autoridad para lograr la paz y seguridad. (e.g. 1973 (1651)
[2] ” El ventriloquismo colonial secuestra la agency de sujetos otrificados y su voz solo existe a través de la voz de otros” (Méndez Torres, 2011)
[3] “Nació hacia el año 484” dice Pánfila, erudita que trabajó en Roma en la época del emperador Nerón, y murió alrededor del 430 antes de la Era Común, según Michael Grant en The ancients historians, Duckworth, 1995, pag. 23
[4] “El primero que intentó representar el mundo conocido fue el presocrático Anaximandro de Mileto, seguido en su intento por Hecateo de Mileto y otros.Pero ya Homero, en el conocido Escudo de Aquiles, Iliada, XVIII, traza una representación circular del mundo, rodeado efectivamente por el océano.” (Nota del traductor, Manuel Balasch, Historia, Heródoto, Libro IV, Melpómene, Cátedra Letras Universales, 2002, pag. 406)
[5] Historia, Heródoto, Libro IV, Melpómene, 2002, España, Cátedra Letras Universales, pag. 407
[6] Una historia de la teoría antropológica, Paul A.Erickson & Liam D. Murphy, University fo Toronto Press, Higher Education Division, Quinta edición, 2016
[7] Libro V, Terpsícore, El logos tracio (3-10)
[8] Nacido en 1451, en Génova, Italia.
[10] “Casi sesenta años de la expedición de Colón, un historiador oficial, López de Gómara, afirmaba que el descubrimiento de las Indias era el más grande evento desde la creación del mundo, aparte de la encarnación y muerte de aquel que lo creó.” Imperio, La forja de España como potencia mundial, Henry Kamen, Editorial Santillana, Punto de Lectura, España, 2004
[11] Diario de a bordo, Cristóbal Colón, Edición de Christian Duverger, 2016, España, Taurus Historia, Penguin Random House Grupo Editorial.
[12] Diario de a bordo, Capítulo XXIV. De la índole y costumbre de aquella gente, y de lo que el almirante vio en la isla.
[13] Kamen, Henry, 2004, Imperio, La forja de España como potencia mundial, España, Editorial Santillana, Punto de lectura, pag. 126
[14] Cabeza de Vaca, Álvar Núñez, 1982, Naufragios, Ediciones Orbis, España, pag. 32
[15] Pané, Fray Ramón, 1974, Relación acerca de las antigüedades de los indios, México, Siglo Veintiuno Editorial, pag. 48

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