Allen Ginsberg:
Encontré a Ezra Pound sentado en la placita de enfrente de su pensión, un Pound silencioso, exasperado, más bien taciturno. No conseguí más respuestas a mi preguntas que el incansable movimiento de sus manos. Intenté con mucho cuidado quebrar aquel silencio mortal abrazándole; sí, lo confieso, besándole respetuosamente la frente, mientras le decía:
Para mí, como para muchísimos jóvenes poetas, usted ha sido un estímulo inestimable, no solo por su obra sino también por su concepción de la poesía según la cual sin cosas no existirían ideas. El estilo de sus poemas ha influido directamente y con gran precisión sobre mi propia concepción de la escritura.
Todo esto que le cuento, ¿tiene algún interés para usted?
Un gran silencio, seguido de un murmullo muy entrecortado, una voz maltrecha por la edad...
Ezra Pound: Sí, pero mis poemas, por su parte, carecen de cualquier interés. A los 70 años me he dado cuenta de que mi vida no ha sido una quimera, sino una imbecilidad.
Allen Ginsberg: Eso no quita que su obra, ese conjunto artístico de palabras y frases, me ha proporcionado el impulso necesario para mi propia evolución.
Ezra Pound: Puro revoltijo.
Allen Ginsberg: ¿A qué se refiere, a usted, a sus Cantos o a mí?
Ezra Pound: A mi obra. Estúpida y pedante de cabo a rabo. Pero mi mayor error fue mi antisemitismo, ese estúpido prejuicio pequeño burgués.
Allen Ginsberg: Me alegra oírle decir esto. En cualquier caso, usted nos ha enseñado el camino. Cuanto más leo, más me convenzo de que sus poemas son la mayor obra lírica de nuestros tiempos. Y respecto a sus declaraciones sobre política y economía, usted tenía razón. Cada día se ve más claro en Vietnam. Usted fue el primero que nos enseñó a quién beneficia la guerra.
¿Me permite que le bendiga y que le lea un poema?
Ezra Pound: Sí.
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