sábado, 24 de marzo de 2018

Ocho divagaciones anti-gravitatorias

Septiembre nos dejó sin ascensor. Lo que al inicio parecía una buena forma de hacer ejercicio en la oscuridad, ahora ya es una tortura. Desde el huracán María para acá hemos probado todas las formas de entretener la subida, desde contar las gradas (14 x piso =112), hasta saber en cuál de ellas hay un error de inclinación (grada 8 del piso 6). Subir con la compra del super es algo que realmente solo lo he visto en Kung Fu Panda, como prueba de persistencia, o en los dibujos de Escher (así de infinitas parecen cuando vas con tantas bolsas encima). La espalda ya comienza a reclamar otro tipo de evolución y los perros de los diferentes pisos, aunque domesticados, han iniciado el acecho a nuestras sombras de manera sospechosa. Hubo un momento en que se encontraba una escudilla de mascota aún con agua. Un letrero explicaba que era de una gata siamesa perdida durante lo peor del huracán. Ahora, esa misma escudilla se yergue como un monumento sobre uno de los cubos de basura. Ni la gata ni el dueño aguantaron ese insufrible subir. Siento ganas de poner sobre la escudilla unas cuantas monedas, como si se tratara de una recolecta votiva al dios de "los que suben por las gradas de la luz en busca de su Bá". 

Cada nivel ha devenido en un pensamiento. Todo con tal de olvidar que subimos o bajamos. Pienso en cualquier otra cosa, divago que voy en el Poseidón volcado o en El Faro del Fin del Mundo de Verne, pero estas últimas semanas ya no está funcionando. Quisiera compartir mis principales ocho divagaciones anti-gravitatorias a lo largo de estos seis meses, como un homenaje a la gata siamesa perdida o a mi propio salto evolutivo luego de que la columna vertebral lo haga, de una buena vez, con su deformación definitiva.

La calle empedrada hacia el cementerio en Sabanagrande. Veo las vacas yendo conmigo del otro lado del alambrado. Huelo el aroma acre de las acacias en pleno verano. Al fondo, desde un recodo del camino, se ve el Cerro El Bobo, el mismo que los liberales del pueblo luego nombraron Cerro de La Democracia, en 1981. Fundieron una base y colocaron sobre ella una enorme asta de hierro donde ondeaba la bandera del Partido Liberal. Ahora ya no existe ni la bandera, ni la democracia, ni los pinos que rodeaban ese orgulloso y viejo ideal (el gorgojo descortezador les dio otra utilidad, más práctica). Ahora, solo queda El Bobo. Mejor consecuencia democrática hondureña no puede haber en 100 km a la redonda.

Los cien metros planos en que yo pude ser Carl Lewis. Una noche casi me matan al regreso de la zona 4, en la colonia Cerro Grande. Caminábamos junto a mis amigos de la zona 3, cerca de las 8 de la noche. Enojamos a unos cuasi-pandilleros de la zona 2 a los que les gritamos eufóricos por haberles ganado en una partida de baloncesto callejero. 4, 3, 2 y la respuesta fue emboscarnos. Se adelantaron en sus bicicletas y nos esperaron en la parte más oscura de la carretera. Al darnos cuenta del peligro nos dispersamos por el cerro. Yo no tuve tiempo de correr y decidí lanzarme cuan largo era a una cuneta, justo a los pies de los que llegaban con cuchillos y piedras. La oscuridad era tal que nunca dieron conmigo hasta que, calculando su despiste, salté hacia la carretera para ir a dar de frente con uno de ellos. El tipo, tan aterrado como yo pero con puñal, me lanzó un filazo que apenas rozó la palma de mi mano. Ahí fue donde comencé a correr y a correr y a correr hasta llegar a la zona 3. Luego estrenaron Forrest Gump y nada de lo que vi fue nuevo para mí.



Esteban aguanta la caminata bajo el sol. Fue durante mi arrojada -como inusitada- campaña política municipal. Visitábamos una aldea que el sol doraba a placer. Quiero aguantar como vos -me dijo- y caminó sin descanso hasta subir más cuestas que los ocho pisos de mi apartamento sin ascensor. Al final me esperaba, sonrojado hasta más no poder, sediento pero con alegría exultante. "Viste, papi, ¡aguanté, aguanté!"'. Luego del abrazo que nos dimos no hubo aldea, por lejana que fuera, a la que no llegaramos con mis compas. Ya no importaba si ganábamos o perdíamos, era demostrarnos a nosotros mismos lo que podía recorrer un niño que ama.


La cámara era recién comprada y no estaba  dispuesto a que los soldados me la quebraran. Nos venían siguiendo desde el Hospital Escuela, en Tegucigalpa, disparando bala viva y bombas lacrimógenas. Caía una tormenta brutal. Era 29 de junio del 2009, un día después del golpe de Estado en Honduras. En medio del Puente Estocolmo sentí que ya no daba más luego de más de dos kilómetros con los militares en los talones. Me detuve de pronto con todo el ánimo de decirles ya, ya estuvo bien, no tengo por qué huir, no hice nada, pero en eso vi a una muchacha que ya se había detenido y era pateada y arrastrada sujeta del cabello. Un militar agarró su cámara y la rompió contra el pavimento. No es un juego, me dije, y volví a correr. Me adentré en la zona de los mercados con la corriente de agua sucia hasta las rodillas.


Muchas noches caminé en la falange de Alejandro Magno. Era la trilogía de Valerio Massimo Manfredi, El hijo del sueño, Las arenas de Amón y El confín del mundo. También con Mixtli a través del Anahuac en el Azteca de Gary Jennings... y con Sila, y con Julio César y con Belisario y con Álvaro Núñez Cabeza de Vaca hasta las cataratas del Iguazú. En fin... caminé.


Con Santiago Ney Marquez, uruguayo, bebimos medio Paraná. Un septiembre en Rosario, Argentina. Luego caminamos y no podíamos encontrar el hotel. Aprovechamos para conocer la ciudad que era una  sobre otra en nuestra borrachera. Igual corrimos cuesta arriba con Francisco Ruiz Udiel, en Madrid, y él me ganó porque había bebido unas tres cervezas menos. Reímos por un largo rato hasta que el festival de poesía terminó.


¿Qué hubiera pasado de no haber amado todos estos años? Despacio van apareciendo las gradas.


Mi abuela nos dice a Tita y a mí que no tengamos miedo de cruzar el camino inundado. Ha llovido muchísimo mientras estábamos donde Santos, la negra, amiga de mi abuela que vivía en una aldea del pueblo. Al escampar, los caminos eran otro río. Mi abuela se mete al agua y nos toma de la mano. Nosotros reímos y lloramos a la vez, nerviosos. La abuela María ríe, ríe, ríe.


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