Toque de queda en Paradiso, noche de julio del 2009. Foto: Fabricio Estrada.
La ciudad era perfecta para un golpe de Estado. Las
callejuelas traicioneras, los edificios chatos perfectos para los
francotiradores, las calles sin salida. La lluvia. Porque la lluvia era un velo
verde olivo y servía para sacar a medio mundo de las calles, para intentar el
borrado de los grafitis, para que nadie dijera que no tenía lágrimas.
La ciudad era lejana, un risco, un cráter. Ni
vértigo ni lava, pero la ciudad levantó, aquel 28 de junio del 2009, la
escenografía guardada entre bastidores, con todo y sus telones raídos y los
mismos actores de los golpes de Estado de siempre. Hasta el mismo soldado de la
foto del 63 apareció apuntando en las esquinas, con otro casco pero el mismo
rostro sombreado, con otro uniforme pero con los músculos en tensión para
caerle a todo civil que se moviera. Era lluvioso junio, muy lluvioso, y no se
repartieron volantes para explicarnos las instrucciones. ¿Cómo se instruye a
una nueva generación para actuar dentro de un golpe cívico-militar? Ni idea,
pero ahora que lo recuerdo, las cosas fueron como seguir un guión: levantarse a
las 5:40 de la mañana tras la llamada del poeta Samuel Trigueros –“poné la radio, han dado el golpe”-,
prender la radio entonces, escuchar la entrevista radial de un testigo, eran muchos soldados con capucha, dispararon
contra la casa del presidente, me
dijeron que me metiera, que aquello no ocupaba testigos, y de pronto la
desconexión total, el corte de la energía eléctrica y de la internet, salir a ver
junto a los vecinos los F-5E que cruzaban sobre un cielo arrugado como moscas
súper sónicas y luego la banda sonora que se acompasaba con el rabioso ritmo de
nuestros corazones: los helicópteros.
¡Ah! ¡Los helicópteros angelicales!, Los
helicópteros de las películas burbujeando el nuevo discurso, el peso extraño de
ese sonido que se metía por todos lados. Nunca hubo un terremoto en Tegucigalpa
pero ese sonido era el nuestro, el aeromoto militar sin cabalgata de valquirias
pero tan cadencioso que desorientaba, fascinaba, enardecía. Las vecinas
salieron con sus camisones y ollas a gritarles a los pilotos, pero los pilotos
iban escuchando su otra música y no las escucharon. La ciudad era lejana, un
lejano risco, un cráter. La gente comenzaba a moverse hacia Casa Presidencial,
como polillas atraídas por una luz que se iba extinguiendo, tomaban el bus, el
taxi, caminaban en pequeños grupos y llegaban frente a los soldados a votar en
su cara en las urnas ya inútiles de la Cuarta Urna. Era el símbolo que empezaba
a moverse, el otro teatro doloroso, y las mujeres abofeteaban a los refuerzos
que mandaba el Estado Mayor y éstos aún no respondían como lo fueron haciendo
cada vez con mayor sadismo una vez que la doctrina de los batallones iba
recordándoles para que estaban en las calles.
Porque a la par de las movilizaciones ciudadanas
también se movilizaron las tribus que hacían vida en los cuarteles. Jamás la
ciudad vio tanto militar, tanta gente extraña. Ahí caminaban los veteranos
sargentos que se entrenaron con los kaibiles
y los del Atlacatl, los que
permanecen guardados en los batallones contrainsurgentes y que ya probaron
sangre y fuego vivo en los ochentas cuando las incursiones a la Segovia y al
Sumpul. Se les notaba en el rostro: soldados que no probaban sol civil desde
hace mucho y que les dieron órdenes de pasearse por las avenidas con todo y su
arsenal y pintura de camuflaje en las mejillas. Los tesones no tenían piedad y machacaron a conciencia.
La ciudad traía correntadas oscuras que
sobrepasaron los tragantes. Bullía un barro líquido y a la par florecía la
Tegucigalpa de junio. El verdor era magnífico, la humedad y la neblina se
turnaban. Sin descanso, Micheletti hablaba todo el día a través de las cadenas
de radio y televisión y la tonadita miskita de su banda sonora enloqueció a más
de alguno, lo hizo cantar sin querer, aprenderse la lengua de Brus Laguna y
odiarla a la vez. Los toques de queda llegaron por igual y la dinámica social
cambió por completo. Cientos de negocios quebraron y otros se la jugaron para
sobrevivir. Por motivos de toque de queda
abriremos a las 4 de la tarde y cerraremos a las siete. Baile privado en
descuento. Entrada a mitad de precio. Escrito en folder amarillo, el
anuncio del Night Club Illusion era el mismo que colgaba hasta en los negocios
más respetables. Nadie se salvó de la quiebra. Las iglesias perdieron a la
mitad de sus fieles, las canchas de futbolito se convirtieron en parqueos, los travestis
eran asesinados sin piedad y las polleras encendían su lúgubre foco amarillo sólo
para espantar las sombras o para recordar las urnas vacías de aquel día en que
se presagiaba el cambio de rumbo en las decisiones populares.
La lluvia no dejó de caer, muy parecida a la
tormenta de Nieve con que Pamuk aisló
a Kars para que ocurriera el golpe de
Estado más silencioso y oculto en la historia de la literatura. Pero la ciudad
tuvo que ensancharse ante las multitudes que se fueron abriendo paso por ella.
Las estrecheces desaparecieron. Cientos de miles había iniciado la Resistencia.
Jamás llegaron tantos desde tanto país.
Las costuras del viejo vestido se habían roto.
Tegucigalpa vivía y salía a pasear con vestidos rojinegros, blancos y manchas
de lodo.
F.E.
1 comentario:
Los recuerdos se vienen como las oleadas del espantoso olor de los gases lacrimógenos. Muchos...¡tantos! no necesitaron gases para llorar Fabricio.
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