Alejandría
la nuestra.
Era un laberinto de aromas aquel mercado. De mano
de mi abuela reconocía el tilo, la canela, la manzanilla, la valeriana, el
romero, el clavo, pero el olor que mejor reconocía y que se sobreponía con
intensidad, era el de los libros. Los libros usados del Mercado Colón, su
multitud de Archies, de novelas de
vaqueros intercambiables… las letras tenían un olor especial, casi sagrado como
aprendí a oler en los jazmines que mi abuela llevaba para el Santísimo del
pueblo. Mi Santísimo se convirtió, de manera rápida e inapelable, en las
portadas que iba viendo mientras recorría el laberinto: el indio con su lanza
emplumada de fondo y una dama del oeste aterrorizada en primer plano, con sus
bucles colgando y sus ojos desmesurados en el azul del escape; la nave espacial
descendiendo sobre un cráter en cuyo fondo se erigían ruinas siderales de una
civilización perdida… las letras olían a lejanía y a aventura, toda la aventura
posible que mi tío Filadelfo guardaba en la casa del Barrio Morazán y que yo iba
leyendo a paso de hormiga marabunta.
Era el mercado una biblioteca, “el mercado es una
biblioteca” –me repetía cuando salíamos de ahí- y sus libros fueron aumentando el espacio y
quizá hubieran seguido en su expansión hasta ocupar todos los puestos y
desbordar a la ciudad, en la misma forma que el cementerio de Saramago en Todos los nombres, si no hubiera llegado
el incendio.
Ya sin mi abuela María y sus jazmines, aprendí a
recorrer solo las diferentes ventas y fue en ellas donde encontré los libros de
historia que eran vendidas por señoras que siempre estaban comiendo algo o
regañando, avezadas en precios al ojo
y con su delantal pulcro rebosante de
billetes de diferente denominación.
El precio
al ojo en la que eran expertas consistía en ver el tamaño del libro y el
interés del comprador, de manera tal que fui aprendiendo a pasar indiferente
ante las joyas que saltaban hacia mí pidiendo rescate, buscar bien dónde podían
estar las mismas joyas pero en edición modesta y tamaño discreto. Hacer parecer
de imitación la misma joya, entonces, y pedir rebaja. El mercado en su más
esencial oficio de especulación, así como el pensamiento que no se escribe, así
como lo escrito que no se publica, el juego del polvo en las manos, el mosaico
de papel viejo que despertaba tanta vida interior a aquellos que no tenían a su
alcance el dinero para ir a las librerías del centro de Tegucigalpa.
Comayagüela era el centro del saber para los de bajísimo salario pero también
para los avezados conocedores del tiempo y sus vericuetos, los profanadores de
tumbas gramaticales, los arqueólogos de libros robados, revendidos, olvidados
en pupitres de aulas, en banquetas de parques o jamás devueltos a sus dueños
originales.
La noche del incendio me encontraba en casa del
doctor Osly Vásquez, la misma casa desde la cual me tocaría ver la portentosa
inundación que el huracán Mitch provocara en la ciudad. El mismo año y el mismo
ángulo de visión. 1998 y un resplandor se movía en el piso del patio como agua
amarilla que bulle de peces al rojo vivo. Fui a ver y al levantar la vista
hacia el mercado el infierno ya estaba desatado. Enormes llamas subían hasta la
altura de la virgen María Auxiliadora quien no daba su auxilio y estaba
fascinada, aunque sin arpa, ante las llamas que lamían sus vestidos de bronce. El rugido era el
de un horno gigantesco y el humo ya era otra noche, más profunda quizá, más
inolvidable. En los techos de los negocios chinos que rodean el mercado se
distinguían las siluetas de hombres que lanzaban cubetazos de agua casi como
una ofrenda diminuta a un violento dios desencadenado. No había nada qué hacer:
ni los santos cristianos ni los semidioses orientales llegaron a tiempo.
Yo olía la tinta de los miles de libros que se
esfumaban, podía darle forma a las llamas y al humo, rogaba que los bomberos
hubieran salvado los libros del sector sur del mercado. Toda Alejandría se
arremolinaba en mis ojos porque lejos de los grandes textos laudatorios nuestra
humilde Alejandría estaba siendo barrida de la historia y nadie lo contaría en
epístolas urgentes ni en poemas fabulosos. Miles de volúmenes desaparecidos y
la forma de las llamas eran los rostros de Solyenitzin, Arthur C. Clark, Aristóteles,
Ramón Amaya Amador, John Dos Passos, Nietzsche, Hesse, Mariategui, pero los que
más se distinguían eran los vaqueros e indios del viejo oeste, tratando de
salir de las llamas, apretándose, abrazándose junto a los jazmines y el tilo,
junto a las verduras calcinadas y las dedicatorias marchitas que se agitaban en
pavesas por toda la ciudad.
No sé cuántas veces más se habrán quemado los mercados. Las palabras que tenía para recordarlo se hicieron carbones, y ya no dejan rastro.
Fabricio Estrada.
1 comentario:
Evocativo escrito de una gran tragedia.
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