Tengo dos escenas insistentes en mi memoria, ambas de reciente calca mientras atravesaba el centro de esta ciudad. En ambas, lo patético alcanza nuevas cotas, imposibles de obviar.
1- La primera es la de un grupo de estudiantes de secundaria, alumnos y alumnas de esos nuevos colegios privados que saturan los estrechos edificios del centro. Corren arriba y abajo de la acera, por relevos. Uno de ellos desvía y pide a los peatones que por favor se cruce a la otra acera. "Estamos en Educación Física", dice entre molesto y apenado. El joven maestro no se inmuta y hace correr a todos y todas. Tocar la pared y regresar. Regresar y agacharse. Con permiso, por favor, con permiso. Hacer cuclillas y saltar. Saltar y Estirarse. Con permiso, por favor, con permiso. Los que vamos de transeúntes apenas damos crédito a lo que vemos. Tanto es el absurdo de la escena, tanto el abandono y tanta la tosudez del maestro. Los espacios públicos en Tegucigalpa son los que se inventan. No hay el menor interés en crearlos y eso dice mucho de la clase política y su estrechez. El ghetto es real.
2- La segunda escena es justo alrededor del monumento a Morazán. Repetidas una y mil veces las horas, cualquier hecho o presencia convoca a la rueda, ya sea para rodear a un pastor evangélico o para escuchar a un curandero cantante. Esta vez es la copulación de una pareja de perros lo que atrae el morbo y, en el colmo de la lujuria colectiva y el ocio más delirante, poco a poco se ha ido dejando un enorme espacio en limpio donde el centro de ese reloj sexual se concentra un frenético perro callejero en penetrar a su perra elegida. El perro trata y la gente hace como que no mira. El perro arremete y la gente se sonríe de lado. El perro penetra y la gente, lúbrica, lo celebra en la diversión más soez, rodean a los frenéticos animales y nadie se permite cruzar ante ellos para interrumpirlos. Terminan los perros y la ciudad entera es barrida de la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario