Veo a este pobre británico tirado en una acera, dormido en su almohada de sangre. No era corresponsal de ninguna agencia en medio de alguna guerra oficial, no llevaba chaleco anti-balas ni nada parecido, sólo quería ser testigo de los mismo que cualquier hondureño u hondureña asesinada el día de ayer quisieron ver antes del disparo: el cielo, el vibrar de un pájaro, la vida, pues, la vida que es digna de verse y retratarse. Estoy seguro que no sabía que estaba cayendo herido al mismo tiempo que 89 personas en ese mismo día, en una de las guerras más sordas pero más sangrientas del planeta, en un país donde los frentes de batalla cambian de un minuto a otro de acuerdo al avance de una psicopatía colectiva impredescible, casi pandémica, o lo que es peor, como un rito de ascenso hacia una locura respetable dentro de una organización hermética.
Hace una semana escuchaba a Rodrígo Wong Arévalo (ese reaccionario irredento) celebrando la llegada a Puerto Cortés de un Crucero. Al observar su alborotada alegría provinciana se me vino a la memoria tatú, el pequeño personaje de la vieja serie The Fantasy Island (¡el avión, jefe, el avión!), porque además de celebrar ese arribo, Wong se retorcía de gozo al calcular las divisas que estarían entrando a su lugar de origen (el susodicho es porteño) y lo bien que sentaba que, esa misma semana, un carguero hubiera llegado también, por primera vez en mucho tiempo, al Puerto El Henecán -San Lorenzo, al sur del país. Era algo así como decir: de norte a sur el país abre sus brazos al progreso.
Pero ayer, esa súbita alegría, cayó abatida en el ranking internacional de países operadores de turismo. Y no es porque no se supiera de antemano que Honduras es un país súper violento, sino porque no había caído un británico mezclado con las docenas de hondureñas y hondureños que caen a diario.
Hace ya un par de años supe que ya no volvería a tomar fotos con libertad en las calles de Tegucigalpa -algo que hacía con mucha frecuencia-, hace ya tres años desde el golpe de Estado y sé muy bien que esta violencia desatada es consecuencia de la caída de toda legitimidad en el sistema, un sistema donde la policía ha sido descubierta una y diez veces como victimaria consciente, un país donde la auto-afirmación sangrienta suple la debacle social que sufrimos y que no sabemos hasta dónde más cavará sus minas. Eso lo supe yo, claro, pero no podíamos esperar que lo supiera un británico.
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