Nada más enigmático que llegar ante la tumba de un oriental
que ha muerto
tan lejos de su Tao, en medio de América.
Uno no sabe a qué prestarle más la atención: si a
su foto desgastada o a sus grafos de hierba. Se comienza por sospechar que el
retratado nunca vivió.“¿A dónde le vi?
¿A dónde cantó sin arpa y sin lamentos?” Pero nada,
no puede uno imaginarle
en su Tai chi más íntimo, en las cartas donde
escribió: “Amor, ¿a cuánto está la libra
de incienso en Cantón?”“¿Te has sentido bien? Tu letra tiembla como una araña
en su red…”
Sin duda, un oriental es deidad o sombra, o
millones de formas para explicar la muerte,
o millones de distancias multiplicadas por otras, quién
sabe, quizá la extrañeza, el rubor o la ausencia, sí, la manera más discreta de
entender que marcharse es permanecer, como lo hace un lirio en medio de una
fuente que se seca.
F.E.
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