La actividad política que realizo como pre-candidato a la alcaldía por FRP-LIBRE en Sabanagrande, me ha dado su mayor obsequio: el redescubrir los viejos tesoros del pueblo, en sus caminos más alejados. Este fin de semana tuvimos la dicha de contar con la presencia de Edgar Soriano y la compañera Militzka Hernández, en la primera ponencia realizada en Casa Abierta, el Centro Político Contracultural que hemos inaugurado para que sea nuestra sede.
Un consumado historiador, el compa Edgar también disfrutó de la aventura propuesta por Damocles, César y Gerardo: la visita al Puente roto, una antigua obra construida durante el gobierno de Bertrand alrededor de 1910 y remodelado por Carías, justo sobre la vieja calle del sur, a la que algunos historiadores llaman "La Ruta Welles", por ser la vía que anduvo Willian Welles, descrita en su libro "Viajes y Exploraciones en Honduras", del año 1857.
"El puente roto" mantiene sus cimientos intactos, al igual que la calle sigue siendo una ruta posible, aunque sea en dirección al olvido. El puente roto se encuentra a uno 12 kilómetros del casco urbano, dirección hacia el sur, en los alrededores del caserío de El Espino, desvío justo a la altura de la vuelta carretera conocida como "la herradura".
La alegría de Edgar no pudo ser mayor, ya que por fin miraba de primera mano, uno de los puentes más importantes diseñados por el arquitecto e ingeniero francés Burgeois, quien también diseñara el Teatro Nacional Manuel Bobilla. El historiador Omar Aquiles ha escrito recientemente un trabajo investigativo sobre el tema, habiendo recorrido la zona cámara en mano, al igual que yo, en esta ocasión, en la que mi nerviosismo por la altura me hizo dejar caer los lentes. Edgar, ni corto ni perezoso, quizá para vivir al máximo la aventura o quizá para medir correctamente la altura del puente, me dijo: "no se preocupe, poeta, yo se los voy a traer"...
Caminó por la cornisa a unos 15 metros del lecho del río y voilá!, ahí estaba levantando victorioso los brazos!!!
Por mi parte todo era alegría: volví a ver a Alessandro, el hijo de Damocles, a quien no miraba desde sus tres o cuatro años, y la gran imagen de verlos caminar juntos por los senderos como lo hacíamos de adolescentes, me llenó de una sensación de tranquilidad enorme.
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