Yorch se fue por lo cartonero, por esa misma convicción que la poesía murió en sus formas más típicas y vinculantes. Tenía bastante tiempo de llevar esta poesía en ristre y por igual, la edición cartonera salió el año pasado, a finales de esos meses en que, hartos de todo, hacíamos fiestas con cabezas de atún asada y rones habaneros bajo le mango.
Aquí están tres poemas, elegidos más por su pulsación que por un estado crítico que me haya llegado de improviso, y en efecto, la pulsación tenía toda la razón. La pulsación bien pudo llegar por albedrío, al abrir cualquiera de sus páginas:
Los fogoneros
Ninguna rosa se abre ni repica campana alguna en este lugar. Me reúno con los fogoneros que hablan de gobernar esta ciudad atestada de ratas. Cuando un mendigo se me acerca, como un amigo le doy algo de dinero, mientras el erario de todos se hunde en el fango del coñac, entre bebedores de frac y monstruos suavemente retocados para no espantarse a sí mismos.
Es agradable cuando me hundo en la almohada, con alguna esperanza de recibir un manotazo de aire fresco que amortigue el inexorable mañana.
Una fruta
Hubo un tiempo en que mi pelo era abundante y jugaba con todo. Cerca del agua, tu amiga nos había seguido y nosotros deseábamos estar solos ¿Lo recuerdas? Vos venías detrás de mí, apenada, con tus sandalias de madera y tu vestido de manta. Miremos desde aquí a los corredores, te dije, ya están listos.
Acodados contra la calle los vimos hacer su número. Con furia inusual mi entrepierna lo horadaba todo en la ondulación tibia. Sin ruido, mis manos enlazaron la cintura de tu amiga y la embestí suavemente, con total descaro, y te vi triste y lejana, y otra vez triste. Como es usual, los recuerdos no pueden ordenarse. El viejo vigilante de la estancia se acercó para hacernos una pregunta inútil, y yo huí de furia.
Esa tarde, desmelenado, oriné en le sendero, cerca de las acrobacias, y te vi, virgen todavía, utópica, buscarme por la alameda.
Nadie nos vio esa tarde, hondos en el bosque. Levanté tu velo en la llanura, lejos de todo. Como un paria vagué por el mármol y los campanarios. Oficié en lo alto de la cúpula y en el monte me refugié como un mendigo, y pude sentir tu imagen como una fruta, en mis manos.
Nuestro relato maldito
Todavía es el momento de los vulgares burgueses y su pequeño universo de hipocresía. Es el momento de las religiones y la estupidez, de la desnudez femenina, de las mujeres esclavas, de los sillones imperiales tras las murallas, del ballet descolorido, de las melodías insufribles. La vulgaridad y sus joyas gotean desde la platea, sobre los tablados y el césped, y su bruma somete a los inocentes, a los poetas ingenuos, a los que mendigan un espacio para el arte. Los pálidos burgueses, los pueblerinos insulsos pretenden vigilar maliciosamente nuestro relato maldito.
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