a Valentina, a Erick
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Una de las
características de la mentalidad binaria occidental es la trampa dialéctica:
resulta imposible concebir lo “alto” sin lo “bajo”, lo “lejano” sin lo
“cercano”, lo “antiguo” sin lo “moderno”. Cualquier adjetivo implica, por
contraposición, a su contrario. Por eso se dice que el poder depende de sus
detractores, y sólo una mentalidad binaria puede afirmar, con total convicción,
que la excepción confirma a la regla. Este mecanismo se presenta, desde luego,
en la esfera del arte. Así por ejemplo, cualquier eufemismo que intenta
calificar a la literatura “heterodoxa” reafirma (o recrea) a la ortodoxa.
Julio Cortázar-Argentina
Cuando Rubén Darío usó la denominación “los raros” para aludir a artistas
irreductibles a fórmulas o corrientes, no desconocía que esa misma palabra
consagraba indirectamente a lo opuesto: los no-raros, es decir aquellos que
automáticamente quedaban definidos como “los normales”. Incluso la frase
“escritor secreto” parece destacar automáticamente, quiérase o no, a aquello
que no es secreto, es decir, a lo que tiene divulgación.
Clementina Suárez - Honduras
Por lo demás, si la
palabra “secreto” resulta peligrosa, no es sólo porque con ella parece
sugerirse que se trata de escritores que no llegaron a publicar sino, peor aún,
que se escondieron de la sociedad. En los casos en que se hace trampa, llamar
“subterránea” a esta corriente (a partir de la denominación inglesa
underground) no hace sino afianzar el reinado de lo superficial; pero existe
otra forma que podría llamarse “transparente”, para la cual la literatura
extraña es un poderoso testimonio de lo inclasificable, de lo irreductible, de
lo paradójico, de lo simultáneo.
Margarite Duras - Francia
Hablaremos aquí de
escritores inclasificables, de aquellos que parecen más reacios o más
resistentes a las clasificaciones, pero es necesario darse cuenta de que ya el
término “escritores inclasificables” es en sí una clasificación: se los
clasifica precisamente como inclasificables. Puesto que los actos de
inventariar, catalogar y jerarquizar resultan inevitables para nuestra
mentalidad —que sólo sabe guiarse por los rubros, las etiquetas y las
definiciones sumarias—, he elegido ese mote de “escritores inclasificables” no
porque sea la más correcta o la más justa, sino porque es la que menos
equívocos convoca: es la única que contiene su propia negación, la única que se
permite dudar de sí misma abiertamente. Las otras dos que son benignas,
“secretos” y “transparentes”, no están exentas de equívocos; al usarlas habría
que explicar que los escritores aludidos no son “secretos” porque se hayan ocultado
(aunque algunos sí lo hayan hecho deliberadamente) sino porque no manifestaron
ningún interés en “hacerse notar” por su sociedad (en esta línea no hay sino un
paso para llamarlos “invisibles”); y si se les calificara como “transparentes”
habría que añadir que no es porque uno pudiera ver a través de ellos (aunque a
nivel metafórico es el caso de muchos de estos escritores) sino porque no
jugaron ese juego de las oscuridades graduadas al que se llama “vida
socioliteraria”.
Paul Celán -Rumania
(Por la misma
naturaleza del tema que nos ocupa, ninguno de los marcos de referencia aquí
usados puede ser entendido como fijo e inamovible: todos son ambiguos y
esquivos, y contienen más excepciones que reglas. Así, por ejemplo, el hecho de
negarse a participar del juego de prestigios de la “vida cultural” no es en
ninguna forma un determinante; algunos de estos escritores manifestaron un
rechazo tajante a la autopromoción, es cierto, pero otros aceptaron, cada uno a
su manera, jugar ese juego.)
Nelson Merren - Honduras
Ha habido muchas
formas de llamarlos, de aludir a esa forma de la extrañeza a la que estos
escritores representan y encarnan. Puesto que Rubén Darío los llamó “los
raros”, es esa la etiqueta que más se emplea, sin duda debido al prestigio del
poeta nicaragüense; sin embargo, como se ha visto, esa denominación no está
exenta de precariedad y trampa, como tampoco lo están las más frecuentes, entre
ellas “heterodoxos” y “subterráneos”. Casi cada crítico que se interesa en
estas figuras propone nuevos eufemismos porque no hay quien no se dé cuenta de
que todas esas fórmulas fallan cuando tratan de aludir a estas personalidades
sui generis.
Herman Melville - Estados Unidos
Cuando en cualquier
medio de comunicación se usan lugares comunes como la frase “escritor de
reconocido prestigio”, brinca por detrás algo como una autoridad que parece
totalmente independiente de esos medios: si algo es mencionado con respeto
(aunque éste sea formal y de mero trámite), y si estas menciones son
reiteradas, se provoca en el escucha un sobreentendido correspondiente a “Por
algo será”. Toda referencia acerca de lo reconocido se hace siempre pensando
que sucede en un mundo abstracto, puro, desapasionado, en el que el
reconocimiento se da por sí mismo, “por méritos propios”, y que por lo tanto no
depende —como en realidad sucede— de una avalancha de factores sociales,
culturales y políticos, y sobre todo de mecanismos de propaganda y publicidad,
como en el caso de cualquier “producto”.
Anais Nin - Francia
Sabemos muy bien que
la propaganda y la publicidad se basan en la repetición: mientras más se
reitera un nombre más se aumentan las posibilidades de que la memoria colectiva
lo retenga. La repetición genera el reconocimiento: el “producto” comienza a
ser reconocido, es decir, comienza a tener prestigio, que es lo que se entiende
como renombre. Los medios nos hacen sobreentender que si un nombre se repite es
“por méritos propios”, y sin duda así sucede en muchos casos, pero el acento no
está en el mérito sino en el consenso que define a lo que es meritorio y a lo
que no lo es. Y ese consenso resulta muy simple: es meritorio lo que se repite,
y se repite lo que es meritorio. Nosotros, los supuestos beneficiarios de los
medios masivos (en realidad somos sus consumidores), sabemos que esos medios no
pueden cubrirlo todo y que hacen una selección. Lo curioso es que, aunque
intuimos que en esa selección “ni están todos los que son ni son todos los que
están”, a la vez pensamos que los que están, son, y los que no están, no
merecen existir (existir es tener los méritos necesarios para “estar en la luz
pública”).
Arthur Rimbaud - Francia
Sabemos que la
información es selectiva y discriminatoria, pero creemos que basta atender a
los medios para estar informado: los medios no pueden ufanarse de cubrir la
totalidad de lo que sucede en el mundo en todo momento y lugar, y ni siquiera
lo intentan; no nos hacen sobreentender que lo que no mencionan no existe, sino
sencillamente que no vale la pena, que no tiene méritos, que no ha sido
reconocido por el consenso. Por tanto, no nos preocupa ignorar a todo aquello
que no tiene prestigio suficiente, es decir, que carece de los méritos
necesarios para estar “en el candelero”. Brillar, ser notorio o reconocible
resulta la meta apetecida o “éxito”, cuya falencia implica al temido “fracaso”:
no ser capaz de salir de la oscuridad y del anonimato.
Cormac McCarthy- Estados Unidos
Y puesto que
cualquiera puede llamar la atención a partir de la extravagancia, la
vociferación o la sordidez (ahí está la estereotípica historia de Eróstrato,
que supuestamente incendió la Biblioteca de Alejandría con objeto de lograr la
perduración de su nombre), existen rígidas reglas para la “ascensión”, es decir
para demostrar los méritos. Quien no sigue ese decálogo (basado en la baja
pasión, el canibalismo y la doble moral) no obtiene reconocimiento oficial y
queda fuera del canon.
Charles Bukowski- Estados Unidos
Existe todavía otra
inferencia, aún más agresiva: la de que acaso un determinado autor tuvo
prestigio en “su” tiempo, pero lo ha perdido y, por tanto, ya no es “vigente”,
es decir, ya no pertenece a “los temas de actualidad”: ha perdido injerencia en
el presente, lo cual significa que está fuera de la historia. Aquí actúa otro
rapaz lugar común referido a la progresión prestigio/fama/gloria: “es peor
haberlo tenido y perdido que nunca haberlo tenido”.
Roberto Monzón - Guatemala
La gran palabra que
se relaciona con esto es “éxito”. El lenguaje de los medios y sus inferencias
muestran claramente que cuando se usa esa palabra no se habla de un triunfo
humano, artístico o espiritual, sino de una victoria de la capacidad individual
para hacerse notar y convencer al consenso del valor y autoridad de la obra
personal. El sobreentendido es apabullante: quien no emprende esa tremenda
lucha contra el anonimato, carece de toda autoridad (si no reclama por sí mismo
la voz cantante, nadie va a concedérsela, pero tampoco si no lo hace en los
términos aceptados y acatando las severas reglas establecidas para reclamar un
sitio en el medio cultural). Y en la retórica del poder que rige a Occidente,
no hay mayor contradicción que la de un autor sin autoridad.
Jorge De Bravo - Costa Rica
Puede imaginarse que
por cada acto o hecho mencionado por los medios hay innumerables sucesos que
ellos no recogen; en ese vasto cúmulo de lo insignificante (lo que llega a los
medios es, como se sobreentiende, lo significativo) quedan, tal vez,
innumerables sucesos que podrían llamarse insignificantes, pero también otros
que podrían ayudarnos a redefinir esa tabla de valores que determina para los
medios lo que significa y lo que no lo hace. Ese vasto e incierto territorio es
la Tierra de Nadie de los medios, que cubre desde lo “insignificante” hasta lo
“no prioritariamente significativo”.
Leonel Rugama -Nicaragua
Una gran inferencia
que aquí sólo puede tratarse de paso es la que ejemplifica muy bien un lugar
común entre los antropólogos: “Los pueblos felices no tienen historia”. Sólo
tiene historia lo que implica a lo contrario de la “felicidad” (tan precaria y
tramposamente definida como lo es su opuesto): conflicto, devastación,
catástrofe, tragedia. No resulta gratuita esta liga entre historia y rapiña (o
entre felicidad e insignificancia) y, de hecho, de ella proviene una de las
mayores venganzas mediáticas contra lo inclasificable. Un turbio sobreentendido
implica que los “pueblos felices” no son desarrollados ni evolucionados y que
son ajenos al progreso. La palabra “felicidad”, en este contexto, infiere
primitivismo. En una palabra, la expresión “pueblos felices” implica que son
tontos, puesto que la inteligencia es amargura y cinismo, o no es. Esta es la
liga que suele hacerse entre los escritores inclasificables y lo naïf.
Henry Miller - Estados Unidos
Es por todo ello que
Henry Miller llega a exclamar:
Estar en silencio todo el día, no ver ningún periódico,
no oír ninguna radio, no escuchar ningún chisme, abandonarse absoluta y
completamente a la pereza, estar absoluta y completamente indiferente al
destino del mundo, es la más hermosa medicina que uno puede tomar. Poco a poco
se suelta la cultura libresca; los problemas se funden y se disuelven; los
ligámenes se rompen; el pensamiento, cuando uno se digna entregarse a él, se
hace muy primitivo; el cuerpo se transforma en un nuevo y maravilloso
instrumento; se mira a las plantas, a las piedras y a los peces con ojos
diferentes; se pregunta uno a qué conducen las luchas frenéticas en que están
envueltos los hombres [...]. Los periódicos engendran mentiras, odio, codicia,
envidia, sospecha, temor, malicia. No necesitamos a la verdad tal como nos la sirve
la prensa diaria. Lo que necesitamos es paz, soledad y ocio. [El coloso de
Marusi, 1941.]
“¡Qué irresponsabilidad!”,
espeta el hombre de los media, incapaz de concebir a alguien que no quiera
estar “al corriente” de lo que sucede en el mundo. Pero Miller no habla de
irresponsabilidad, todo lo contrario: atisba lo que podría ser el individuo si
lograra deshacerse de lo que hacen los medios con él (no estamos al corriente
del mundo sino en la corriente mediática): sólo entonces podría comprometerse
verdaderamente con el mundo. Miller, ese gran inclasificable, sabe que sólo
estamos comprometidos con los medios, esto es, con la realidad que ellos
presentan; que lo que llamamos mundo es la imagen construida expresamente para
construir al hombre que debe habitarla. La obra de Miller es el testimonio de
su intenso compromiso, del insobornable impulso que lo lleva no a la
autogratificación narcisista sino a la exigencia de redefinición, comenzando
por las palabras paz (una renuncia a las guerras de todo tipo en que consiste
la cotidianidad), soledad (un rechazo al compacto gregarismo necesario para
mantener incólume a la pirámide del poder) y ocio (un reclamo del tiempo y el
espacio interiores a los que la imperante imagen del mundo ataca y adormece).
1 comentario:
Compañero: ¿Qué haremos hoy por el poeta Sosa? Opino que debemos hacer una maratón de lectura de su poesía. Hay que unirnos a la familia, que mucho nos necesita en estos momentos.
Un abrazo,
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