En breves segundos estoy aterrizando en el Picnic.
Inicio la caminata y advierto de inmediato las señales de vida: una gotas color cereza manchan la inestable acera. Algo se dispara como alarma en mi interior, pero es aún muy débil, tan débil como las manchas que van tomando fuerza de manera uniforme a lo largo de mi recorrido. Llego a la esquina y las gotas se han transformado en continuidad de tonalidades cereza, frambuesa, remolacha. Pienso que alguien cargaba algo líquido que se la ha ido derramando, pero de inmediato, las manchas son claramente manchas de sangre.
Y las sigo porque ese es mi camino y no puedo evadirlas. La sangre comienza a tomar la forma de un pie descalzo y así -caminando de manera inversa a su fuente- voy dándole forma a las huellas de un hombre o mujer que trastabilló con una enorme herida manando de su ser.
Llevo ya dos cuadras y la sangre secreta me sigue conduciendo hasta que llego por fin a las montañas de la luna roja, a las cataratas Victoria, a las fuentes del Usumacinta. Ahí, en la esquina, una enorme poza de sangre se abre como cenote al espanto. El muchacho que reparte volantes en la esquina del Mónica ve mi horror y se adelanta a explicarme: "en la madrugada apuñalaron a alguien...ahí estuvo sentado y después caminó dos cuadras abajo...", sí, yo lo he seguido, sí, yo no sé su nombre, sí, sus huellas van descalzas y destellan rojas como el cometa de lo funesto. Sí, Úrsula Iguarán venía conmigo, llena de angustia y soledad.
No sé cómo se llamaba. No sé dónde yace. la guerra civil hondureña nunca me dejará conocer quién era.
F.E.
Foto: Chris Hondros, Afganistán
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