Fin de semana en Comayagua, y respirar es sentir el zahumerio o el incienso o el perfume de una mujer del siglo XVII. Tengo que verle las entrañas a la enorme y barroca ballena que siempre gravita en un rincón de mi memoria y algo que me asombra es que nunca había entrado en ella. Jonás alucinado por los candelabros, no me encuentro ni con Cardona Bulnes ni con José Rivas, pero percibo cierta gravedad de verso bien cimentado en las columnas y un hervidero de filigranas en la sílaba enorme del altar mayor.
No quiero interrumpir ningún rezo que no haya interrumpido a mi abuela, cuando de niño, me llevaba a su vía crucis diario en Sabanagrande y tenía que arreglármela para pasar el tiempo, ya sea contando el número de santos o imaginando que los altares eran una nave espacial vista desde arriba, una nave que estaba en su nicho en espera del piloto destinado a hacerla funcionar.
Pero me encontré al sublime Gómez, ese mestizo hondureño que el siglo XVIII, alcanzó el prodigio de los maestros europeos en su pincel, y me entretuve viéndole el rostro, confirmando su autoretrato.
Al regreso, cada cosa era santidad. Pero Ecléptica. Y vi a la última reencarnación del Dalai Lama siendo rasurado previo a la ceremonia y vi también a la sagrada familia, huyendo, con María melancólica en su última mirada hacia Comayagua.
F.E.
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