De pronto es el desierto y su vórtice invisible. De pronto las nubes, con sus lanzas retraídas, hacen el círculo y nos dejan enfrentados, al sol y a mí.
El sol gira en su carruaje chirriante, me azuza a escupitajos. Las nubes responden a cada estocada con trompetas de luz. Ahora peso doble y me hundo hasta las rodillas.
No he pedido que me desnuden, cuando abatido, converjan las hienas en mi carne. No he pedido más pira que las palabras atroces. No he pedido más podredumbre que mis palabras jamás dichas.
Algo sé del silencio que se enrosca en las madrugadas y que luego salta, relampagueante, hacia el rostro de las estatuas; algo sé del silencio, no me lo expliquen. Ya las nubes reiniciaron la marcha.
El sol se sube a los cerros. Grita enloquecido, exige un nuevo muñeco de sal.
F.E.
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