Esta es la mirada que la lluvia tenía del pueblo cuando llegaba en mayo. Se sentaba un rato al lado de la Cruz y se dejaba caer al llamado de los cuetes de vara. Desde la tercera ventana que se ve en en las escuela, nos empinábamos para verla y planeábamos subir el fin de semana de toda la vida. Y así lo hicimos, Jorge, Meme, Gerardo, Camén, Damocles, Fidel, Jairo, Roger, Beto, nos sentábamos ahí largo rato para intentar saber lo que el invierno sentía al mirar los tejados, ese laberinto de barro y adobes que nos parecía la imagen más bella de la tierra. Cuando nos aburríamos, le tirábamos piedras al cable del telégrafo y solo corríamos cuando Martita salía a señalar, allá abajo, que alguien estaba interrumpiendo los mensajes en el cerrito. Los cigarros Pinares, los naipes prohibidos, el primer turismo, todo eso fue ahí y la lluvia lo borró.
Preguntaba qué hubo ahí en el centro del parque. "Era una fuente", "Era una pila", "Era un pozo", y nadie podía explicarme el intento estético o funcional de los tres arcos. Nosotros nos sentamos ahí hasta que nos sentimos grandes y atrevidos, chavos de moda ochentera o dignos de la foto maestra de la adolescencia. Betío salía con el pelo largo, Alexis miraba serio tomado de la mano de su novia, Norma reía viendo hacia el cielo y yo me puse los lentes oscuros por primera vez. Años después, este era el faro que me hacía sentir en casa cuando regresaba a visitar a mi abuela y mi tía Lauren. Algunos tienen sus arcos del triunfo, pero el mío era el triple arco que cubría el pozo más seco de la historia.
En esta casa crecía un árbol de canela que nos hacía reunirnos en familia alrededor de él. Alexis, Ricardo y tío Filo la habitaron. Su canela era la tarde, y los mangos las semanas siguientes del verano. A la izquierda impactó el jeep de Pedrón que Pir quiso encender con la carga de amigos más hilarantes del pueblo. Yo lo vi tod, y por unos cuantos días, tuve mi fama de testigo de primera mano con la historia más fiel. "Fue como si la guerra hubiera llegado", dije.
Cuando alguien agonizaba, se acostumbraba a decir: "Ya está viendo los ceibones". Estas dos moles, que a mí siempre me parecieron las patas delanteras de un olifante especialmente descomunal, son las puertas del cementerio. Nunca conocí lugar más sereno ni más bello. No entendía todos los significados que luego conocí, pero para mí el cementerio era un lugar de vida, un parque en el cual las ramas creaban las sillas voladoras más llenas de adrenalina entre los pájaros. El paseo más repetido. La masividad más familiar. La medida más atrevida de todos los abrazos que podría o no podría dar el resto de mi vida.
Hay quienes aún escuchan dos ecos en este lugar: las noticias domésticas de última hora y los conciertos nocturnos que dimos con Memo Díaz, a guitarra y a capella. Nos daban las doce de la noche en esas bancas y el público llegó a tener más de quince noctámbulos que conocieron a Silvio Rodríguez por nuestro fervor. Por las mañanas, Chelo preparaba sus famosas burritas y los comensales llegaban aquí más beatos que el beato al confesionario. Porque había que contar o escuchar algo mientras se comía. Había que sorprenderse, hacerse el ''de a peso", o sumar una versión más a la verdadera comidilla aderezada con chorizo, frijolitos fritos y plátano maduro.
Esa puerta entreabierta era el ojo de Tule. Oscuro. Premonitorio. En la imagen se ven las calles que alcancé a ver cuando tenía 6 años. La tierra del siglo XIX. Las piedras del siglo XVIII. Esa casona, más allá de ser la del famoso líder político, Modesto Rodas Alvarado, fue la casa de Tule, "la pobrecita que nació torcida" y que tenía un peto hecho de ganchos que relucía cuando de pronto, al pasar un niño cerca, Tule sacaba su bastón y su risa y ojos torcidos por la enfermedad. Si alguna vez crucé de noche frente a su puerta, antes de correr me la imaginé arrastrándose por las baldosas de barro, con su pelo cortado a la rapa y su cuerpo de caracol antidiluviano. Sigo escuchando sus gritos y sus bastonazos contra las paredes.
Seis y media de la mañana camino al colegio. Dos de la tarde camino a las pozas del Asta y la Bruja. Cuatro de la tarde saltando en bicicletas. 12 de la noche: ni en la peor pesadilla. 10 de la noche: el escándalo de los novios que se iban a besar al ''puentecito del colegio" cuando se escapaban de la fiesta. Y a la izquierda, las horas y horas jugando con Chel y Rober, la casa donde preparamos el cuerpo de tía Lauren cuando ese mismo cielo encapotado se cayó sobre la familia. Los mejores años tuvieron como alfombra ese empedrado: el burbujeo del primer enamoramiento, la salida hacia los desfiles, los tambores que no paran de tronar.
La foto arranca desde el mismo punto donde daba la cabeza de la Mamá Culebra. El recuadro parece el de mis ojos. Mis ojos son cuadrados y vienen de la infancia. Así de grandes eran mis ojos y miraban todo el barrio donde crecí. Esa tierra acumulada a la orilla era en realidad el Monte Suribachi de Iwo Jima. En ella se consumieron regimientos de mis soldados de plástico. Las niñas ocupan el lugar donde vi el horror de una pelea a machetazos mientras la rocola seguía a toda madre con El Tenampa. De este mismo lugar me acordé hace un año en Ciudad de México. Mi Tenampa parecía más real y era esa esquina en donde Quico y yo competíamos por ser los primeros en llamar la navidad. Cuete tras cuete, bate tras bate (beisbol de barrio con mano enguantada en calcetines y pelota de plástico), el materinerinerero con aquella danza vigorosa de las niñas y sus exclusivas rondas. Desde este ojo cuadrado vi en sueños dos premoniciones que fueron reales, la de Fausti Vásquez y la de Nelson Osorio. Era esta misma imagen. Solo que con muerte.
La esquina de los póstigos. La esquina "de donde Kika", la bodeguita del Chato y Juan Carlos, la esquina de las tajaditas, la esquina que salía en las fotos más antiguas y que un incendio quiso desaparecer . Una tarde escuchamos cómo se achicharraba un hombre que se electrocutaba. Desde esa esquina lo vimos lanzando a la calle todas las estrellas que guardaba dentro de sí. Ese olor jamás lo olvidé.
Ese costillar azul son los restos de la truchita de mi tía Tanchito Caballero. En la imagen no se notan, pero ahí están las espumillas rosadas y los rosquetes, los dulces que hacía la tía Pocha y unas chilindrinas que siempre le disputé a dos gatos que medraban a los pies de mi tía. El mayor de los misterios era el qué había detrás de ese cancel en el que Tanchito se metía de vez en cuando. Cuando le tomé la foto que aún guardo, ella me dijo: Ay papa, esa será la foto para mi velorio. Ella cantaba, tocaba el órgano de la iglesia, rezaba la niña Tanchito. En la casa blanca, mi tío Carlitos me dio un regalo especial: esta es una postal que me mandó tu papá desde Tel Aviv, cuando estuvo allá. Y atrás estaba esa letra en la que quise descifrar no sé qué cosa en cada gancho, en cada punto suspensivo.
La casa de Tino Osorio, la casa de Elisa, de Benicia, de doña Toña. La corriente de agua pírrica de un invierno pírrico, nada parecido a aquel torrente que sorteaban los niños de las aldeas a su regreso de la escuela. Donde está el carro blanco me ovillé y supe esperar contarlo todo, dentro de la casa más pequeñita que exigía movimientos precisos, dimensiones precisas. La última vez que vi este mismo ángulo con la ansiedad de llegar fue en 1989. Ya no volví. Ahí quedaron enterrados mis juguetes.
La calle del Manguito y esa acacia que hubiera querido que estuviera en mi niñez. En ese terreno levantaban el circo y ahí vimos cómo enterraban vivo al mago que era el mismo maromero, el maromero que era el mismo de la taquilla, el taquillero que era el que domaba los perros escuálidos de las mini bicicletas. Please dont go, de KC The Sunshine Band flotaba entre los parlantes y la voz del dueño del circo invitando a la primera función.
Desde este mismo punto se extendía el pavoroso cuerpo de la Mamá Culebra, la boa cretácica que una tardenoche atraparon entre veinte hombres para pasearla cuesta abajo y que se enrollara en nuestras pesadillas. Esa casita blanca no era esa casita blanca. La que yo tengo en mi mente es la crujiente casita de bahareque donde vivía mi tía Tancho. Aún se percibe el muro de piedras que protegía una finquita de café que yo arrasé como un zanate. Su grano dulce era el premio por haber llegado de visita. Chupaba el grano pulposo en silencio hasta que empezaba a llover y bajaba. Allá al fondo estaba nuestra casa, y la neblina.
No sé si un día alguien preguntará sobre lo más significativo de la imaginación hecha tornillos y vigas de acero circulares, pero este lugar respondería. Este lugar es tierra sacra: Aquí se armaba la Rueda del Chicago de la feria.
El armador
Inacabada
como algodón de feria
enrollada la noche en la mayor estrella
en los hilos dulcísimos del cableado eléctrico
llevada por su propia inercia
joya que un niño ve en sueños
en la boca de un pez que rota
que se traga las tinieblas
completa
la rueca que solo hila mortajas luminosas
Poca cosa busco
¿Alguien la vio rodar?
¿Va sobre el asfalto estallando bombillas?
¿Escarbó junto al trompo
y no hubo mano que la alzara en su palma?
¿Va agregando planetas a su armatoste
ovillando las entrañas de un hombre confeso
que amó y odió
todo aquello que alcanzaba a verse
en la vuelta más alta?
Soy el armador que prueba el miedo
el que sube a la canastilla
y lleno de ilusiones de marinero
descubre
que ya supera el campanario de toda iglesia
sobre los gritos de la abuela que ya perdió a un hijo en
el girar
sobre los gritos de la niña
que dejó su cuero cabelludo en ofrenda
tornillos y sangre y una vuelta más
en reversa queda la noche
y nunca vuelve el sol al puño del armador
que hace malabares de puntillas
sobre el molino de abismos
Completa e inacabada a la vez
la tribu estelar vertiendo aceite quemado
de nuevo un costillar de ballena giratoria
abandonada en pedazos de calle
y los niños como hormigas
disputándonos sus ojos alucinantes
los hilos de piel restantes de su bovina misteriosa.
F.E.
Las fotos pertenecen a la página de Facebook "Sabanagrande a la antigua".
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