La primera
cámara de cine solo rodaba 52 segundos, en blanco y negro. Con ella, Lumiére
captó la llegada de un tren que habría de irrumpir en la vida de todo el mundo
con pasmosa velocidad. Desde entonces, ese tren ha sido guiado por diferentes
maquinistas que le han imprimido la velocidad más acorde para su propia forma
de contemplar el paisaje. Hay unos que desaceleran y otros que van casi
descarrilando. En 1996, al cumplirse 100 años del nacimiento del portento,
Sarah Moon, reconocida fotógrafa francesa, ideó un bello proyecto
cinematográfico, Lumiére y Compañía, un homenaje que reunió a 40 directores de
lo mejor de la industria para que filmaran con la cámara original de Lumiére
reconstruida. Los directores -entre ellos David Lynch, Costa-Gavras, Spyke Lee,
Win Wenders, Fernando Trueba- debían filmar-resumir en el corto su idea de lo
que era el cine, es decir, su visión de vida, y ésta debía ser filmada solo con
luz natural, con un determinado número de tomas y sin sonido directo.
De todos los
significados posibles que se ven en la muestra, mi fascinación se detuvo en la
muestra de Win Wenders. En ella, el director alemán decide que el cine es la
panorámica de un suburbio semi yermo de Berlín, con todo y sus grúas simbólicas
gravitando sobre la eterna reconstrucción de pos-guerra. Dos hombres entran al
encuadre desolado. Ellos mismos transmiten cierta desolación. Los actores son
los preferidos de Wenders, Otto Sanders y Bruno Ganz, coestrellas de la
memorable Tan lejos y Tan Cerca. Otto
mira hacia el cielo en una expectativa nerviosa y Bruno, asumido en razones
irrevocables, tiene aspecto de haberse dado por vencido en la búsqueda de ese
misterio que nunca sabremos qué es. Ambos salen de encuadre por el mismo lugar
de donde vinieron. La ciudad queda, inmutable, hasta que el carrete se detiene.
Esta
sensación de una realidad concreta que no se desvía ni un ápice por los deseos
que pueda tener el espectador, llegó a mí en las dos horas y quince minutos que
dura Roma, la reciente película de Alfonso Cuarón, una lección cinematográfica
de tanta altura como vertiginosos son sus abismos. ¿Acaso Nietzsche ya no lo
dijo cuando nos recordó que el arte griego nos enseña que no hay ninguna bella
superficie sin una terrible profundidad? La apabullante realidad mexicana se ve
aquí transversalizada y en ninguno de los puntos de contacto de nuestra mirada
alcanzamos a ver piedad porque la realidad misma, la naturaleza de las cosas
que Cuarón expone, es hilada a un ritmo lento pero punzante por el ojo/ cámara
echado a rodar sin contemplaciones, apenas deteniéndose para acentuar y hacer
homenaje a las referencias cinematográficas de Cuarón. Una vez que inicia la
película, con el poderoso llamado a escuchar con los ojos cerrados del cómo se
limpia la mierda de los perros, entendemos que lo que venga en imagen será tan
natural como lo es el sistema de castas sociales mexicanos heredado desde la
colonia, punto central desde donde irradia toda la violencia objetiva y
subjetiva de Roma (todas las humillaciones históricas conducen a Roma).
En Los
testamentos Traicionados, Milán Kundera reflexiona sobre el carácter de la
naturaleza como entidad de consuelo insensible, consuelo que Cleo sabe medir y
aceptar con silenciosa y asfixiante prudencia, así como ha devenido el carácter
de los millones de descendientes de los pueblos nativos sometidos desde la
conquista. Solo la mirada de Cleo ante los paisajes puros del México rural nos
está dando la clave narrativa de lo que siente. Cuando Cleo mira ve aquello que
Kundera solo alcanza a rozar: “me hablaron de la belleza suavemente inhumana
del mundo antes o después del paso de los hombres”. Porque ese paisaje,
implacable en belleza, es el mismo cuadro inmisericorde que se filtra en la
ciudad, la urbanidad fotográfica que el mismo Cuarón dirige y plantea, quizá
desde una inseparable visión burguesa determinista pero llena de todas las
cualidades que el gran cine exige.
En este punto uno se pregunta a qué
velocidad debe ir la revelación del signo poético de la película y cómo hubiera
abordado Pasolini, por ejemplo, la oportunidad de una distribución mundial
nivel Netflix. ¿Se hubiera contentado con dejar correr la cámara dentro de “la
naturaleza de las cosas” o hubiera rasgado la pantalla de cine al mostrar la
falta de piedad del sistema inhumano que cosifica a Cleo? Pienso entonces en la
brutalidad de los niños a los que Cleo ha cuidado, tan llenos ellos de una
matriz cultural superior que les permite ir dejando todo atrás, tirado por el
suelo, sabiendo que atrás vendrá Cleo y Adela limpiando. Pienso en el momento en que el menor de los niños le pide a Cleo, con tono hastiado, que deje de hablar así, tan raro, en mixteco- Pienso en el tamaño de
impiedad de la señora de casa buena
que para animar a Cleo tras su parto Children-of-Men-Mode
la lleva a la playa de olas furiosas dejando a Cleo la brutal responsabilidad
de cuidar y salvar a sus hijos. Esa famosa foto, entonces -nueva imagen de La pietá posmoderna-, donde se apiñan
todos y que causa tanta parábola y lección moral en los pasquines de farándula,
es monstruosa en cada uno de los significados posibles: monstruosa por la
desesperación de una humanidad pervertida que ha hecho de lo políticamente
correcto el ámbito de la locura y la represión. Y claro, eso si vemos el
paisaje desde el tren ferroso de Pasolini. Al final de cuentas, cada decisión
creativa es una representación del nicho al que se regresa cuando lo crucial se
presenta como una disyuntiva de clase.
Es una
verdadera pena que el mundo de la moda haya dado la otra fotografía, tanto como
Chanel quiso darnos su propia versión de La Habana al montar su pasarella en
Cuba, pero estoy seguro de que, como cine, Cuarón ha podido darnos de nuevo su
propio resumen Lumiére y que su tren, así lo espero, seguirá dándonos un
paisaje que todos veremos ya como insustituible en cine del siglo XXI.
F.E.
1 comentario:
Roma, el sonido de la ciudad es un vientre en gestación.
El sonido, el sonido ay Cleo...
Roma, el blanco y negro hecho provocación...
Pinche Profesor Zovek
Un abrazo,
JJ
Publicar un comentario