Cuando mueren ¿hacia qué lugar de la memoria parten los grandes como Bradbury? Muchos ni siquiera se toman el tiempo de ver una película de ciencia ficción y mucho menos en leer una novela del género. He sido fiel lector de ciencia ficción desde que cayó en mis manos, en 1987, una antología de los Premios Hugo, y a esa temprana edad de los 12 años, me fueron más familiares los nombres de Ray Bradbury, Arthur C. Clark y Asimov que los de Carlos Fuentes, Llosa o Hesse. Es cosa de admitirlo y listo, reconozco entonces que mi primera salida fantástica fue hacia Marte, con las Crónicas marcianas como guía.
Cuando leí Fahrenheit 451 nunca más pude dejar de sentir una amenaza permanente para con mis libros, quizá por ello mi cuidadosa acumulación ante la cual me siento para admirar en silencio sus portadas o lomos en el estante del librero. Siento su fugacidad y advierto el calor del fuego. Preferiría que se incendiaran mis ojos antes que mis libros.
De igual forma, cada vez que hago el zapping a través del cable, me quedo en la primera insinuación de ciencia ficción, corroborando (o buscando) las imágenes que los grandes como Bradbury pre-figuraron o asentaron. Confieso por igual que me emociono cada vez que los animadores o encargados de efectos especiales logran algo que ya estaba en la imaginación de los novelistas. Sonrío al reconocer también que los guionistas no pueden superar a los maestros, y entonces pienso que deberían de hacer versiones infinitas hasta rendirse y obligarse a aparecer en la pantalla blanca aconsejando: "Mejor lean el libro".
En mi último poemario agregué un pequeño homenaje a Clark y a Bradbury, creando una pequeña ficción poética en forma de chat. Debo suponer que ya intuía este adiós, y sin embargo, siempre tuve la sensación que Bradbury aún no había nacido o que si existía, viviría en el siglo XXV, no sé, tan intemporal lo sentía.
Buen viaje, maestro de las estrellas. Buen viaje.
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