Fabricio Estrada: la teoría poética de la luz / Pedro Alfonso Morales
Fabricio Estrada, poeta y promotor cultural, nació en Sábana Grande, Francisco Morazán, Honduras, en 1974, considerado una importante figura de la lírica joven hondureña. Ha publicado:,Sextos de lluvia (1998), Poemas contra el miedo (2001), Solares (2004), Imposible un ángel (2005). Su obra aparece en las Antologías: Antología poética Casa Tomada (1995) 100 Años de Poesía Pública en Honduras (2003). Ha sido merecedor de importantes premios en su país.
A Fabricio Estrada lo conocí en los últimos días del mes de abril del 2005. Cuando los rayos solares son más intensos en la región, llegamos a Tegucigalpa para participar en recitales de poesía en la capital hondureña y en Comayagua. Recuerdo que con Fabricio compartimos ideas y experiencias en Comayagua después del recital con jóvenes estudiantes, mientras nos contaba acongojado, la vida y la muerte de las maras de su país, y de lo poco que un grupo de poetas reunidos en País Poesible, han podido hacer como ciudadanos hondureños interesados en la literatura.
Noté, sin embargo, algo que Fabricio defiende con claridad y entusiasmo: los Poetas Poesiblesbuscan un camino en la literatura hondureña, pues la mayoría son jóvenes que no alcanzan los 30 años de edad. Ahora bien, más que a un grupo de poetas, quiero referirme a su libro Solares, ─Ediciones Pez Dulce, Tegucigalpa─ publicado en febrero del 2004, dedicado a Ezequiel Padilla y Guillermo Díaz, con epígrafes de Yorgos Seferis, H. Miller, G. Papini, N. Vretakos, W. Szymborska, y prólogo de Rigoberto Paredes. Sobre esta obra escribe Rigoberto Paredes en el prólogo:
Solares es, como el mismo título propone, un libro plural, diverso, aparentemente inconexo en sus partes componentes (y puede que así sea, para mayores méritos del conjunto, digo yo). Escribo estas líneas sin antes haber cruzado una palabra ni la menor pregunta sobre este tema con el autor, pero sospecho que la multiplicidad de tonos y de variaciones temáticas son totalmente deliberadas y que bien debiéramos tomarlas como vivas señales de una sensibilidad en plena efervescencia, en imperioso y ardido movimiento. Orto, Cenit, Ocaso no son sino puntos, momentos siderales merced a los cuales gravitan, con luz y fuerza propia, todos y cada uno de los poemas de este libro, como si dentro de un sistema solar ─en ardua formación─ se tratara[1].
De entrada, me place la certeza del título, Solares, pues el adjetivo sustantivado se refiere a la pertenencia del sol: rayos solares, central solar, colector de energía solar, sistema solar, energía juvenil, luz, fuego, antorcha... En fin, un título que anuncia un libro con “buena nueva”, luz lírica, que se esparce en territorio hondureño, con un lenguaje sencillo, directo, con economía verbal: Observe:
Minos instruye a Dédalo
Yo rey, vos, laberinto:
Quiero una mujer que me pierda,
plomo en lugar de alas,
espejos en los ojos.
Quiero,
ni deseo.
Desde el inicio del libro, Fabricio Estrada, se autoproclama, Hijo del sol, que nace rayado, lo que supone una irradiación solar, aunque esté “caído en desgracia” ha de esparcir sus fuegos. Así lo confirma:
No fui llamado
para oscurecer razones.
Mi mano es de papel
y sin embargo, nada la incendia,
no contrae su puño en ceniza.
Asumidos los hechos
puedo salir sin perderme.
Aseguro que soy un soldado caído en desgracia,
es mi paso quien abrasa
y obliga a inclinar el rostro
a los girasoles.
Con semejante ardor
es poco lo que debo decir:
mi buena nueva se esparce
ahí donde los gallos despiertan
cantando
su pagana canción solar.
Y para ello, Fabricio recurre a la antítesis de la luz, puesto que donde hay sombras, lleva la luz, la vela, la luz de los ojos, nube oscura que por su insondable electricidad se convierte en luz. ¿Acaso, ésta no es la potenciación de la luz del poeta omnisciente, dios de la luz, para convertir las sombras en antorchas? Pero la luz personal y singular, se pluraliza: “tanta luz es propicia, / el resplandor de muchos ojos”. Es decir, tanta luz ve el poeta en la humanidad llena de sombras, para acentuar su esperanza. Observe, nuevamente, la reiteración de la antítesis ─invertida─, para confrontar las luces y las sombras, el bien y el mal: “voy pasando entre luces /con una vela de oscuridad en las manos.
Una vela de oscuridad
Por estos días
he convencido a mi sombra
para servirme de lazarillo.
Tanta luz es propicia,
el resplandor de muchos ojos
viéndome pasar a tientas,
el sol reflejado en anillos y cadenas
que detienen,
que sujetan el alma
y aprietan hasta sangrar los sueños.
Ésta es la época del insecto,
el regreso a la danza
en torno a fogatas,
la lentejuela seductora,
la época de los iluminados.
Voy pasando entre luces
con una vela de oscuridad en las manos,
como alma en pena entre vivos,
ráfaga del humo negro en los incendios,
nube oscura, eléctrica, punzante y terrible,
bastón sensible del tiempo,
carbón destinado a volverse nunca
diamante ni espejo.
En Lenguaje verdadero, el poeta humaniza el sol y lo vuelve lumbre, hogar, compañía, el recuerdo imperecedero de mejores días, cuando el yo lírico se expresa a través de todos los nombres de la amada:
El lenguaje verdadero
De esos días en que me levanto
y despliego el velamen pulmonar
y ardo de una fiebre redonda
y el sol abre la puerta
y achica los ojos
al no poder verme la cara,
y los planetas todos, a una sola voz,
cantando estridentes en los patios,
despertando a los ríos
que habrían quedado
a medio camino del mar.
De esos días
en que todo me induce al abrazo
e intuyo que vos, alá, en tu canto
me incluís en la vida,
me hacés ser la vida
y las alas del ángel en que no creo
y las promesas más audaces
que ambos renegamos.
De esos días son los que hablo,
cuando tu nombre irrumpe
en medio de cualquier palabra
que a todos pronuncio.
Y la luz sigue en el poema El enésimo día, como si se tratara de una luz día a día, se mana a semana. Cada poema es como un rayo de luz que se va agregando como las palabras del verso en el poema y que forman el conjunto de Solares. El yo lírico en algún modo, convierte el sustento en llamas, conocimiento para ir por los pasillos hablando del clima:
El enésimo día
(Fragmento)
Finjo demencia,
cansancio.
Hago una vida quieta
llena de puntos de partida y retorno.
Amago a los pájaros
que se divierten en los cables
y de paso, conjuro al cielo
cuando llueve o asolea.
Si debo llorar
aprovecho el almuerzo,
entre doce y una, como Dios manda,
luego sonrío
y voy flameante por los pasillos,
pródigo en consejos
y hablando del clima
que siempre puede estar mejor o peor.
La misma visión óptica de luz y fuego, se aprecia en El vuelo de las teas, pues el pensamiento que es fuego debe buscar el pasto seco de los silencios para quemar las palabras que se quedan calladas y que hablen y digan sus verdades tan altas que se acerquen al sol en asombros. En estos versos, Fabricio Estrada, sin proponérselo, tal vez, define y proclama su estética, y su teoría poética de la luz: así como el fuego arde en el pasto, así nuestro pensamiento en el silencio.
El vuelo de las teas
(Fragmento)
Lo que mi frente decía
es que el mundo tiene
las vastedad de los sueños
y que en él se puede andar jubiloso
sin temor al ocaso.
En un vuelo de teas
el pensamiento debe buscar
el pasto seco del silencio
y hacerlo crepitar
con voces ardientes
que lleguen a confundir al mismísimo sol.
De nuevo en el poema Pathos, confirma, nuevamente, su teoría poética de la luz. Antes hay que decir que la Patología en sentido general es el estudio de las enfermedades. La palabra se deriva de Pathos que entre muchas acepciones que posee, una de ellas señala que es “todo lo que se siente o experimenta, estado del alma, tristeza, pasión, padecimiento, enfermedad”.
Aristóteles señala que un buen discurso debe poseer tres condiciones: el logos ─la argumentación─, el ethos ─la honradez del orador: “a los hombres buenos los creemos de un modo más pleno y con menos vacilación”─, el pathos ─ la emoción que ponemos en el discurso a través del tono de voz y del lenguaje no verbal. Esta emoción despierta una respuesta similar en el auditorio. Veamos los versos:
Pathos
(Fragmento)
Al principio somos la idea,
las sombras que presienten las formas,
las formas que son las ideas
y éstas, flotando sobre las sombras.
Nada está escrito, somos resplandores
o abismos, voces en busca de labios,
flechas en busca de talones
para iniciar el derrumbe,
el prolongado grito,
la sangre como hiedra
desbordando las venas.
Luego, comienza, todo:
las muchedumbres en las plazas, somos,
palabras cortadas y exhibidas
con los ojos aún abiertos
boqueando sílabas, besos lejanos, negaciones,
cicutas que brindan el último sueño,
la visión del fotón y el cohete…
¿Quiénes son los resplandores? ¿El poeta y su luz, el hombre y su filosofía? ¿O los dos son un mismo sujeto de la claridad que emana la poesía? En el poema La eternidad es un largo aburrimiento, donde se impone la forma del prosema, y no por eso, menos bello, expresa la idea de que estamos en constante persecución de la luz, que es el bien, tal y como lo decía Aristóteles: todas las cosas tienden al bien. Y vean cómo la luz se vuelve cotidiana: “Un escalofrío lo obliga a encender la fogata del televisor”.
Las sorpresas terminan, la vida se muestra igual como era en el principio: apenas unos cuantos grados cayó el sol en el firmamento y ya la luna vuelve con pompas y viejos rituales a reclamar un cielo vacío y emprender de nuevo la última persecución a las estrellas.
Igual ilusión provoca Fogatas en los espejos, cuando dice: “y apresurados, quebramos bombillas / para forzar el sueño, / o armamos fogatas con los espejos, / o simplemente en nada / vamos gastando palabra”... En La espina, define mejor esa luz que es la poesía que lo hizo hombre y poeta:
Te defiendo, poesía,
porque así me pariste,
a capa y espada de las hienas
fuiste
la luminosa cueva de mi sombra
la correcta manía
de aplastar entre uñas la muerte.
……………………………….
En tu templo de paja
fuego endiosado soy,
y me bendigo
en la terrible certeza
de ser tu tiempo y de ser nada a la vez.
Y por último, en La fiebre del día, vuelve a su fulgor: “No hay necesidad que amanezca / para aclarar las cosas. / Hoy me he puesto / la camisa blanca / y mis ojos más incendiarios”… que es su poesía.
En fin, hablamos de un libro premeditado, bien pensado, de una poesía de la luz, un libro lúcido, un poeta de la luz en sus diversas dimensiones para contrarrestar las sombras de la humanidad en el mundo de hoy. Su respuesta, frente al dolor del mundo, es la luz del amor y la ternura de la poesía.
Nos invita a acercarnos con su luz, a las sombras de la vida y del mundo. Además, muestra interés, por presentarnos una mitología profana, desmitificada, en los nombres de Léster, Rubens, Paulov, Robinson, Mayra, Petrus, Arquímedes, Señor Valle, Morazán, Heber...
Este libro, aborda no solamente un sol concreto, brillante en el espacio, sino especialmente, un sol efervescente en las entrañas del ser: Solares: más allá de... todo, es allí donde nos encontramos, asombrados del sol que nos arde bajo el plexo y de los planetas que penden en los cabellos. Muy bien por Fabricio Estrada, que en lo adelante, sabrá mostrar su fibra a las letras hondureñas y a la vez, a la literatura centroamericana contemporánea, como parte de esa tradición poética inaugurada por Rubén Darío y que sigue en las obras de Rogelio Sinán, Felipe Azofeifa, Roberto Sosa, Roque Daltón y Miguel Ángel Asturias.
Telica, León, Nicaragua, 03 de julio, 2005.
[1] Paredes, Rigoberto, prólogo a Solares de Fabricio Estrada, Pez Dulce, Tegucigalpa, 2004, p8.
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