Desde
la terraza se veía el cine Variedades en agonía, con todas las palomas
estrellándose en palco. Si olvidaba el vértigo alcanzaba a ver al Duncan Mayan
y su largo río de aceras corriendo hacia el centro. La música del combo y el no
vidente sobre el piano, como una estampa de la soledad, la música en pleno
domingo a salón vacío, los manteles rojos, los amantes burocráticos
compartiendo el sandwich cubano y la imperial, las gringas despistadas y el
verano grabando las fotos antiguas de una Tegucigalpa marchita.
Steve
Wonder era nada cuando el risueño del piano alcanzaba a recordar cómo era la
luz del teclado, y era así que Jugo de Piña extendía una luz por toda la
avenida y llamaba a los parroquianos a kilómetros de distancia. A mi me daba
siempre la sensación de un restaurante de la vieja Amapala. Algo tenía el cielo
visto desde ahí que lo mantenía listo para una escena memorable en el balcón, y
era por eso que uno venía y se sentaba sintiéndose en el marco de algo
memorable, aunque estuviera todo teñido de una nostalgia por lo que aún no
había sucedido. El cierre podía esperar, importaba tan solo imaginar las notas
que el cieguito miraba y que convertía en un aquelarre para fantasmales
comensales.
Los
días del amor, las meseras y cocineras decoraban las paredes con recortes de
corazones escolares. Era tan ingenuo ese amor que hasta llegaban a hacer
murales de parejas besándose en fotografías de revista, de acrósticos y citas
célebres sobre el amor y la amistad. Toda la terraza centraba su misterio en un
antiguo sanitario convertido en nicho, sancto santorum de una virgen de Suyapa
robada y aparecida luego en ese mismísimo lugar.
Los ladrones desnudaron a la
pequeñita, cargaron con las joyas minúsculas de su atavío y luego la tiraron al
basurero. Don Pepe, al declararse su hallazgo, también declaró que ese lugar
era el sitio de “la segunda aparición misteriosa de nuestra virgencita”, y así,
entre cortinas de abalorios, cadenas y recortes de periódicos con la noticia,
los peregrinos comenzaron a llegar y a nutrirse de fe y de mondongos deliciosos
y por supuesto, de esa celebración impetuosa al ritmo de Apágame la vela María o de una instrumentalización pegadita –para
dar el chance a los enamorados- del New
York New York.
El poeta costarricense Adriano Corrales, el día que lo llevé junto al poeta Donaldo Altamirano a La Terraza de Don Pepe sin saber que era mi último almuerzo ahí antes que lo cerraran. Nos acompañaba la amiga teatrista Eunice.
Lugar donde se encontraba el nicho de la virgen de Suyapa
Don Pepe no habría soportado cerrar por su propia mano el lugar que tanto orgullo le dio.
Los
boleros, siempre dejan que el romance sea el de la última palabra y no el
adiós, pero aún con este consuelo ¿quién hará el bolero que nos recuerde las
innumerables citas y rechazos, la embriaguez del verano y la brisa entrando
bajo la mesa, el damero del piso donde jugamos a saltos de niños? Todo se fue, La
Terraza de Don Pepe se fue a la tumba y en su proa, como en un barco náufrago
que flota entre viejas fotografías y diplomas, el altar de la virgen de Suyapa
es el mascarón que nadie volverá a encontrar jamás.
1 comentario:
Lugar especial para todos los que crecimos o por lo menos pasamos grandes momentos de nuestra vida en esa Tegucigalpa. Cuando ir a Don Pepe era fiesta!
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