Foto: Chaliobala ®
Se agitan los imperios capitalistas. Muévense.
Les rechinan los dientes desmembrando al planeta.
Devoran la suave Asia, el África erizada.
Y como a nidos echan abajo nuestros pueblos.
El mar, un productor voraz, sólo es saliva.
Eructa la amarilla boca del capital
en los agazapados países. Pegajosas
nubes de fetidez caen sobre nosotros.
Y en la zona violenta de la ciudad, en donde
muele el molar, en donde planea el aire férreo
de las minas, en donde patalea la máquina,
chasquea la polea, clama el listón y zumba
la cadena y chillidos trasformadores chupan
los pezones metálicos del dínamo, acá,
acá sobrevivimos. Y nuestra suerte está
poblada de mujeres, niños y agitadores.
¡Acá vivimos! Red convulsa nuestros nervios,
en ella se debate el huidizo pasado.
El jornal —precio de la fuerza del trabajo—
maúlla en el bolsillo. Y así vamos a casa.
Una hoja de diario sobre la mesa, y pan.
Y en la hoja: que todos, que todos somos libres.
Perseguimos las chinches con el goce y la lámpara.
Nos creemos gran cosa con un cuarto de vino.
Camarada y soplón cruzan por el silencio.
Un borracho tropieza. Un joven va al prostíbulo.
La noche, boca abajo, deja caer sus pechos
con sarpullido, como una camisa sucia,
bajo el humo. Dormimos roncando, destrozados,
espalda contra espalda —pilas de leños huecos—,
y el moho en la pared semiderruida marca
las húmedas fronteras de nuestra triste patria.
Pero —¡mis camaradas!— éstos son los peones
que en la lucha de clases se vistieron de acero.
Y nosotros con ellos, cual chimeneas: ¡ved!
Nos ocultamos, como perseguidos, por ellos.
¡Así está preparándose el mundo, a la cadena
de la historia montado, donde la clase obrera
clavará sobre todas las fábricas oscuras
la estrella, sí, la estrella, roja estrella del Hombre!
(1931.)
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