miércoles, 5 de enero de 2022

Jorge Madrid - Honduras

 


La poesía de un creador hondureño asentado en México, en este caso Jorge Madrid, es como detener la interminable caravana hacia el norte y escuchar lo que su percepción siente de un territorio que ya no es más de paso. Hacer polo a tierra en México es sentir su tiempo inmemorial y a la vez su estrépito presente. La travesía fue hecha y en sus poemas comienza a surgir la materialidad de la lejanía, los signos de la nación mexicana nombrando a Honduras con cadencias del bello nahual. Se concilia así, se despide así, el lenca asustado le habla al mexica de los pequeños rastros que ha dejado para regresar alguna vez a la palabra montañosa de su origen, al valle sin lago de Comayagua. Una ciudad flotante, entonces, es su poesía, asediada por la bruma del mediodía.

No interrumpan la algarabía del poeta

 

El cetro que carga al final de su jornada.

La nimiedad de los días ajustados en su morral.

El elogio que cae como carcoma en un trago de Whisky.

El llano donde ha izado la humareda

de todas las cantinas que ahora lo acompañan.

El sonido devastado de una motocicleta.

Los dioses que han uncido cráneos en su espalda.

 

No interrumpan la algarabía del poeta,

cuando se abre en sus manos

el crujido de un muelle

y despide la vigilia trashumante de la arena.

La ciega mirada de los vasos

al exaltar la abreviatura de los perros

que ladran el tiempo de los muertos.

 

El lodo en los ojos de un epitafio.

La dialéctica de todos los elíxires,

en su paladar,

guarnecidos.

 

No interrumpan la algarabía del poeta

cuando escribe lo sombrío de sus botas

sobre el adobe y recobra el yugo del Calvario.

 

El beso de la pólvora a la curvatura

de los calendarios.

 

No interrumpan la algarabía del poeta,

al menos,

por esta noche.

 

Septiembre 11, 2020



Qué saben los ciegos del ojo verdugo de una lámpara

 

detrás de sus ademanes

baila el murmullo de los prevaricadores,

y el mar pesa la agonía de las olas en sus párpados.

En los muelles,

la tarde es una herida sobre el esbozó de una aduana.

Un cúmulo de escamas sobre el temblor de una imagen.

 

Qué saben los ciegos del prodigio

de excavar el brillo de un puñal.

El olor del anís en los ojos de los cuervos.

La sordera de los monumentos, idéntica,

a la sombra de un clavicordio.

La exultación de los cojos en la boca de una botella.

 

Qué saben los ciegos de lo insulso de los perros,

cuando una lengua enardecida,

sobre la fiebre de un peñasco,

funda los días del otoño.

 


La victoria de Gualcho

  

A Morazán

 

El bronce no dilata la memoria,

la perenne luz de las hazañas,

el usufructo de la sangre;

palabra herida en la espada,

ofrenda de la victoria de Gualcho.

 

Ahondar en sus golpes más recientes

es pasar por la complicidad

de las campanas

y su funesta sacristía.

 

(Un pasado tan adyacente

y otrora)

 

Hasta las lágrimas son una escama

para agitar la vastedad de los pinos.

 

Incólume.

 

Como decir que

lo excelso no mira

ni es coautor de la bajeza militar.

 

Si tiene voz un estandarte

es la efigie de Morazán.

 


Deja los ojos como el olvido colgados de una armadura
y mira sin atavíos los olvidados de Buñuel.

 

¿Qué más ocultan los semáforos?

 

Las serpientes lanzadas en la mordaza

de los hombres. 
¿Hacia qué espejo mira

aquella escultura de la muerte
apostada en la esquina?

¿En qué punto converge
el fulgor de los pájaros
y los habitantes de Tenochtitlán?

¿Dónde están aquellas manos de basalto
y las noches en prisión de Revueltas.

La pared que dividía un silencio con el otro,

  lo robusto de los bochos perdidos entre el humo

  y la sentencia de un pachuco.

  El tiempo más concurrido del zócalo

  al venerar la lluvia

  y conciliar los asuntos de los dioses

  con lo humano? 

 

¿Qué se le puede sugerir a un forastero

cuando el sol duerme en los braceros del metro?

 



Dado el 11 de marzo en el estado de Jalisco

                                                                en las inmediaciones de la línea del tren.

 

 

Algo humano se desprende de las piedras, cuando estas,

escuchan el tormento de una caravana

 

Nos han contado sobre la travesía

de las mujeres al velar el insomnio de los trenes.

Sus cuerpos acomodados a la exactitud del asfalto.

Los niños, al calcar mapas con las llagas de sus pies.

La indescifrable caligrafía de una fosa común.

El aire ultrajado por las moscas.

La manera en cómo se abraza una cicatriz.

La ferocidad de una bandera sin esperanza.

 

Bailamos sobre la intermitencia de los semáforos

y no hay tiempo para saber que la noche,

se preña con el beso de un revólver.

 

Y, que una parábola, 

es también

un retrato adiestrado

por la lengua de los perros.

 


Un hombre se pliega al costado de su silencio

No lo cubre una máscara ni lo consuela la algarabía

de un discurso arrojado al hocicó de las hienas.

Cuelga su voz de la mirada de un tigre envejecido sobre la muerte.
Rehúsa hablar de ciertas cosas

para no perecer

en la desembocadura de su lamento.
Apuesta una navaja al lenguaje de las esculturas.
Un hombre se pliega al costado de su silencio
como una goleta arrastrada por las olas
y obedece al deterioro de los muelles.

 


Tizoc

 

desde un llano remeda el aullido de los coyotes
como presagio de la llegada
de una serpiente colmada de hombres, 

desplazados de los pueblos de Lempira.


Tizoc asustado le habla a Xólotl
y escucha su lengua desde un pájaro
oculto en un tamarindo.


La silueta del xoloitzcuintle es una obsidiana,
que oculta la nostalgia del maíz.


Cae la lluvia
y la noche es un fruto que se pudre
colgado en los espejos.

 

 

 

No conmueve la muerte de los poetas

ni el repique de las campanas;

la nota póstuma en el moho de las sepulturas.

o el hambre de lo extinto.

 

La sombra es un aullido alargado entre la infancia

y el diente que muerde el ocio de las piedras.

 

No conmueve la muerte de los poetas,

ni la harapienta mirada de las estatuas.

 

¡Qué hueso sostiene

                la memoria de una lagrima!

 


En el desierto los errantes mueren

 

Apartados de la lumbre encendida en la usura

de la frontera.

Sortean el filo de un espino,

la morosidad de su calzado sumido en el delirio de las dunas,

el aullido del coyote al pie de una vereda.

La exultación de los guías bajo el efecto del Sotol

en la ruinas de Coyame.

 

En el desierto los errantes mueren

 

Aferrados a la mirada robusta de un escorpión;

proscritos en el tambor de un Apache,

asediados por la bruma del mediodía

y el bramido de un bisonte.



Premonición al que mira al pueblo Huichol

No veas las dunas tiradas en el llano,
dormidas como los esqueletos de los ancestros
ni trates de encender el fuego

para ahuyentar a los coyotes tercos como la desnudez de los dioses.
No te acerques a la sombra de los abismos,
al traje de forastero,
abandonado como piedra entre
los hombres.
No veas envejecer la luz sobre los altares
ni pongas en el pecho los cuencos que hemos cargado.



El sol es un crótalo dormido en la cima de Teotihuacán


No esperes como el Xoloitzcuintle al que se despide obsidiana en mano.
Ni ames más allá de la víspera del jaguar.
La sangre de tanto tropiezo determina el camino a seguir.

Un aire antiguo conmueve los taludes.
El silencio es un salmo ahora en ruinas.

El invierno inmolado en los ojos 

del Cenzontle.


Jorge Madrid (Comayagua, Honduras) Poeta, gestor cultural, licenciado en administración de empresas egresado de la UNAH, defensor de los derechos humanos de las personas migrantes. Ha publicado poemas en la Antología de poesía “Legión Barahúnda” Movimiento literario “Lienzo Breve” Diario La Tribuna, Diario Co latino de El Salvador, Revista Círculo de poesía de México, y Resistance Words de Australia.


1 comentario:

Hugo Contreras dijo...

Definitivamente Jorge, es un poeta vomo muy pocos que hacen de la letra una belleza impregnada de conciencia social.
Siempre he admirado su conexión con la madre tierra y sus frutos andantes.