En los momentos más duros de la Resistencia al golpe de Estado, en el mismo año 2009, surgió una expresión que cundió como esperanza entre lxs jóvenes movilizadxs en las calles: "estamos ganando en el terreno de lo simbólico"... y la frase se regó mientras los soldados disparaban, machacaban, desaparecían encarcelaban. Los nombres de los asesinados iban pintando las mantas en las multitudinarias "marchas" que atravesaban las calles bajo los gases lacrimógenos en San Pedro Sula y Tegucigalpa y en cualquier rincón donde lo simbólico encarnado gritaba la consigna de resistir... porque... ya el terreno simbólico lo teníamos ganado. El defensor de derechos humanos de la diversidad sexual Walter Tróchez y el artista visual Renán Fajardo caían asesinados bajo la instauración de la locura y se sumaban a Pedro Magdiel Múñoz -asesinado simbólicamente por 42 puñaladas de yatagán militar- y a los maestros Roger Bados, Manuel Flores, Berta Cáceres y a tantos más.
Pero surgió otra muerte, menos impactante aunque paulatina, algo que solo Kafka pudo hacer premonición para la década que iniciaba: la del artista del hambre, el que sufre en su cuerpo la pérdida de todos los horizontes posibles. Comenzaron a parecer los fantasmas vivos: nosotrxs, entre las ruinas de un país demolido, nosotrxs reuniéndonos en la fiesta macabra de la inexorable miseria y el acorralamiento intelectual. Si el poeta Francisco Ruiz Udiel inició la década 2011-2021 desde Nicaragua, la dolorosa muerte del poeta y narrador hondureño Gustavo Campos nos inaugura la década 2021-2031 desde San Pedro Sula. Sí, hablo, maldita sea, desde lo simbólico.
¿Cuántos símbolos más le daremos a la dictadura de la anomia ? Ayer 13 de enero la OMS conmemoraba el Día Mundial en la lucha contra la Depresión, un día después de que un funcionario de la Secretaría de Salud de Honduras informara que se contabilizaba un suicidio por día en lo que va del 2021. El mismo día en que Gustavo Campos fallecía, en una muerte aún no aclarada ni declarada como suicidio, pero que sabemos que responde a un encadenamiento de hechos en la vida personal de Gustavo que, quienes lo conocimos, damos por sentado como una más de las víctimas de la anomia social. Conocía a Gustavo desde el año 2002 y de inmediato sentí su pulsación anímica creando un mundo paralelo donde la tristeza era infinita y donde la poesía representaba el único lenguaje que podría comunicar su trance. Él tenía apenas dieciocho años y aún no conocía Tegucigalpa. Nos conocimos en medio de un encuentro de poetas jóvenes que luego sería eje de ferocidades y contraminas en la saludable -y perversa- época creadora que lo asentaría como un poeta absolutamente comprometido en erigir obra. Recuerdo la primera vez que llegó a Tegucigalpa. Recuerdo con claridad esa noche en que toda la fiesta en Paradiso terminó subida en un pick up que nos daba jalón para subir hasta mi casa en Cerro Grande. Su alegría era pura y sorprendida. Gustavo estaba fascinado con la noche decadente de la ciudad y lo miraba todo con arrobo, desde los adoquines del centro hasta las enmarañadas cuestas. Me gusta -decía- me gusta. Tegucigalpa hizo sincronía con su paisaje interno.
Luego llegaron sus cuentos y sus novelas y premios y todo aquello que ya era inevitable: su mundo interior le estaba dando sustancia al desmoronamiento físico de la realidad hondureña antes de que el cataclismo político irrumpiera pragmático en todas nuestras vidas. Confieso que no me gustaba verlo cuando tomaba en exceso y que, en los últimos años antes de trasladarme a Puerto Rico, me alarmó sobremanera su cabalgata a campo abierto de la bebida. Sin embargo, en sus momentos de sobriedad -que fueron la mayoría en su vida- la tristeza que lo corroía lo elevaba a la estatura de un niño transparente. Hablaba con una franqueza total en un tono submarino. Se volvía tierno, sabiamente huraño. Un rockstar de goma entrevistado por un mal periodista. Esta no es historia desconocida para el circuito centroamericano. Sé que cada país del área guarda a su Gustavo y Francisco y casi podría asegurar que esa cofradía exclusiva de tocados por el sino señalado por Baudeliere, hubieran creado una explosión enorme en destellos oscuros si algún día se hubieran reunido en la misma mesa.
Otoniel Guevara fue el que me avisó de su muerte, casi al mismo tiempo en que Karen Valladares me escribía. Oto quería confirmarlo, completamente anonadado como yo y Karen me lo estaba confirmando, con la misma y durísima verdad que me entregó aquella noche del 1 de enero del 2011 cuando supimos la muerte de Fran. "¿Será que nuestro oficio real es el entregarnos estas noticias?", le escribí a Karen. Y pienso que el oficio de un poeta en la Honduras actual -y de siempre- ha sido el de un merovingio, el de un Virgilio que agarra de la mano al lector y lo traslada de un punto a otro antes de desaparecer entre las sombras. ¡Que otros disfruten de los dantesco y sus maravillas atroces! El poeta solo nos trasladó algo para que aprendiéramos a recorrer aquello que él atravesó ya varias veces.
La última vez que vi a Gustavo, el 6 de enero del año pasado, en un momento donde saqué mi peor lado y me ensarcé en una pelea en Bocaloba que lamento hasta el día hoy. Gustavo fue el que me sujetó para contenerme y no seguir hundiéndome cada vez más en la bajeza. "Fabri, no jodás, Fabri, qué triste, qué triste, calmate" me decía sujetándome con fuerza nada simbólica. Dos días antes de su muerte soñé que estaba en aquel mismo lugar y que, con Gustavo de testigo, le pedía perdón al amigo con quien me enfrenté a puños vulgarmente. Gustavo me miraba con tristeza. él desaparecía cuando despertaba. Bocaloba, Honduras entera desapareció simbólicamente cuando él comenzó a dormir, en otro sueño.
Y la dictadura de la anomia aún sigue ahí.
¿Cuántos símbolos más debemos entregar? ¿Qué década ha inaugurado, dolorosamente, Gustavo Campos?
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