Foto: Fabricio Estrada
Ser
La necesidad es insoportable. La Piedra. Tiene que ir adonde está
la piedra. Busca el martillo y algo parecido a un cincel. Pedazo de hierro.
Tosco, migaja de antiguas minerías. Servirá. La piedra despunta roma y lo
llama. Sube corriendo hacia la pequeña colina en medio de la urbanización y
llega resollando frente a ella. Al primer martillazo espanta a los niños que
elevan barriletes en la cima. Segundo martillazo y los barriletes se alejan sin
sus niños. Tercer martillazo y muchas horas después, astillada la noche y la
piedra de la piedra surge la forma de un rostro humano gritando. Quijada
abierta, se traga cada martillazo y surge bello y terrible, el grito. Mudo, el
grito.
Baja sudoroso y los vecinos siguen sus pasos a prudente
distancia. Toda la noche los martillazos. Cualquiera haría de su rostro un
pedazo de piedra para picar, destrozar, derribar lo humano de su gesto
embrutecido. Se desploma en el sillón, cierra los ojos y de nuevo siente que
mira hacia afuera. Un árbol de tallo grueso. La respiración empieza a tensarlo
como vela en una balsa hecha de los restos de naufragio. Toma un hacha y siente
del árbol, por primera vez, toda su exigencia de ser cortado. Corre hacia él. Mientras
avanza ve las nubes, y desea alas para llegar a ellas y amasarlas. Alcanza a
ver el río atravesando la colonia, allá abajo, puentes y grandes postes y
cables. Mis tendones, piensa. Mis costillas. Sigue corriendo y los vecinos lo ven
pasar con su hacha apuntando al centro del tronco. El primer hachazo. El
segundo. Las primeras llamadas a la policía. El tercer hachazo y la hora
siguiente haciendo un arco limpio en su espalda brillosa. Debe respirar y
continuar luego de aguantarse todo lo que ve en la tierra. Quiere tener más de
dos brazos y manos, escarbar, buscar el agua, moldear, hacer todos los objetos
del barro pegajoso. Cántaros, ollas, estatuillas, una máscara para dormir tras
ella. La tierra, ay, la tierra que se ofrece. Está muy agotado, pero ahora falta
lo último. Otro hachazo y ofrece la primera idea de un hueco. Astilla por
astilla se abre paso hacia la forma de un espacio exacto donde cabe de cuerpo
entero. Mira a todos. Desde las puertas de sus casas murmuran y se van
ocultando al ser vistos. Sus ojos empujan, remachan, hunden hacia las sombras
sus presencias. Sombras. Ausencias -piensa-. Nunca estarán. Serán. Solo eso.
Regresa a casa, toma el libro que lleva leyendo y releyendo una semana entera y
con él llega al hueco del árbol derribado. Entra en el hueco y coloca sobre su
pecho el libro abierto. La frase subrayada. Quiere dormir antes de pasar a la
siguiente página. Antes de ver el mar y querer destrozarlo y abrirlo en canal. Dar
un paso adentro de él. Correr dentro de él. Desecar el Pacífico.
Alguien se atreve y se asoma al hueco donde duerme. Lee con el
rostro flácido. El libro es de un tal Heidegger -alcanza a medio gritar. ¿La
frase? “Ser es explotar en el universo”.
F.E.
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