MARY
LESTER Y SU VIAJE POR LAS HONDURAS HACE 140 AÑOS[1]
Una sombra de asombro cerró los
ojos de Mary Lester cuando encima de su mula, terminó de abarcar la miseria del
puerto. ¡Se lo había imaginado diferente!
Y es que cuando los cascos de las
bestias se hundían en el fango, o levantaban polvo en la tierra reseca o se
abrían camino en la maraña, en todas partes, por donde pasaba, desde Amapala
hasta San Pedro Sula “la soltera” (Así se hacía llamar) observó cómo los
macilentos y famélicos rostros de las gentes con la sola mención de dos nombres
prodigiosos se transformaban e irradiaban una luz como solo sabe dibujarla la
esperanza. Esas palabras “mágicas” se llamaban Puerto Cortés y el Ferrocarril
Interoceánico.
Se decían maravillas: Despegue hacia mejores
tiempos, puerta dorada por donde entraría la riqueza. La fama del puerto y su
ferrocarril trepaba hasta las crestas peladas de los cerros de tierra adentro.
Para el pueblo hondureño ese riel milagroso que uniría los mares era la buena
nueva que Dios enviaba al mundo con el nombre de Progreso. Al pueblo catracho,
“el pueblo más macho” le tocaba también su partecita en ese gran “Proyecto
Nacional”
Cuando se aseguraba que el préstamo
estaba por llegar, que lo del proyecto era una realidad y que ya muy pronto...
prontito el tren pasaría al lado de casas y de tierras, a los ingleses y al
gobierno ya que esta vez, (era casi seguro) la pobreza se alejaría para siempre
y con ello la derrota de un mundo ermitaño y pobre cuya semblanza tenía más
parecido a la muerte que a la vida. La soltera acabó por consentir que vientos
mejores se avecinaban para esta tierra que estaba recorriendo y que había
anidado en su corazón.
Pero ahora que llegaba al puerto,
una corriente de rabia cimbró su menudo cuerpo de maestra. Sus ojos no podían
creer lo que miraban: chatarra amontonada, montañas de hierro en el muelle y en
las calles, se asaban lenta pero seguramente bajo un sol que achicharraba. El
milagroso riel, el ferrocarril interoceánico, dormían una siesta interminable.
Pero no solo el hierro, la ciudad entera, al ritmo de un bostezo, se hundía
entre el polvo y los pantanos. Eso era Honduras, el gobierno de Honduras, pensó
Mary Lester. Este siempre quebrado país
es un oasis para ladrones. Un ejército de buitres, prestamistas, ministros,
licitadores, contadores y funcionarios de todas las calañas habían devorado
casi la totalidad de los cinco millones, novecientos noventa y ocho mil libras
esterlinas del crédito pedido a los banqueros de Londres y París. La
construcción no podía continuarse y una deuda enorme, lastimaría como un fardo
las espaldas de las gentes durante casi un siglo.
Sacudida todavía por la rabia, “la
soltera” recordó los rostros buenos y sencillos que había encontrado en su dura
travesía y pensó que una cólera más fuerte que la suya algún día les tendría
que llegar. Para ese entonces cuando buscaba desde Puerto Cortés la manera de
embarcarse hacia su lejana Irlanda, corría en el calendario el año de 1881.
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