Foto: Diario La Nación, Costa Rica.
Cuando el helicóptero llegó sobrevolando el techo
del Ministerio de Educación el hombre llevaba ya toda una noche y parte de la
mañana desnudo, agitando los brazos en señal de auxilio. Lo habíamos notado una
vez que se nos pasó el primer asombro ante la descomunal laguna que se formó a
causa del dique de la Soto.
La colonia Soto desapareció la noche anterior a su
rescate. El estruendo nos hizo saltar en medio de la oscuridad sin saber muy
bien qué cosa era ese nuevo delirio. Ese 31 de octubre, junto a un grupo de amigos
de Sabanagrande, nos quedamos en la casa del doctor Osly Vásquez ubicada en el
Callejón Moncada, seguros que la inundación no pasaría de ser una más de las
tantas que ocurrieran en inviernos iguales, pero pasadas las horas y la
evacuación a la medianoche, supimos que esta vez todo iba a ser diferente. Teníamos
los nervios de punta tras haber pasado lo peor del paso del huracán Mitch por
Tegucigalpa, el Gordito Castellanos,
alcalde de la capital, ya había fallecido esa mañana del 1 de noviembre junto a sus acompañantes del mini-helicóptero
burbuja y las noticias de la radio intentaban describir, uniendo testimonios de
corresponsales a través del territorio nacional, la absoluta desgracia que había
caído sobre el país en forma de masivas inundaciones, miles de muertes y un millón
de damnificados.
El estruendo resultó ser –lo supimos al día siguiente- el
deslizamiento total de la colonia Soto que se asentaba sobre la falla sísmica en las faldas del cerro El Berrinche. Cerca de 200 casas y miles
de toneladas de tierra y piedra terminaron formando el famoso dique que se
mantuvo por más de un mes para delicia del nuevo turismo pos-catástrofe. Hubo
un medio televisivo que llegó a decir que en las noches de luna vecinos habían
avistado una sirena, quizá la misma que evocara Juan Ramón Molina en su
celebrado poema “Pesca de sirenas”.
El puente Juan
Ramón Molina estaba destruido en ese momento y aún no llegaba Bill Clinton
a recitar el poema de re-inauguración en su visita de condolencias a la
ciudad; el puente Mallol resistía con
sus arcos de piedra decimonónica no así su mampostería reciente; el puente Soberanía tenía incrustada una enorme
ceiba en su costado y el puente Carías
emergía de su zambullida momentánea ocurrida alrededor de las 2 de la madrugada
del 1 de noviembre cuando las aguas del Río Choluteca alcanzaron su paroxismo debido
a la descarga de emergencia realizada en la represa Los Laureles o a la ruptura
imprevista de la Laguna del Pescado. Decenas de autos habían pasado flotando,
arrastrados, y muchos de los autobuses de la Empresa El Rey estacionados en la
zona del puente Guacerique, habían
fracasado ya en su corta prueba de submarinos (recuerdo muy bien a uno de ellos
estrellándose de frente en el Soberanía y girando en al aire para
luego hundirse limpiamente en las profundidades del campo Motagua).
Todo esto había visto pasar el hombre desnudo.
¿Quién podía ser ese afortunado sobreviviente? Sin ningún tipo de vergüenza
caminaba de un extremo a otro del largo techo del Ministerio de Educación, como
un náufrago del Poseidón que hubiera
logrado llegar en camino inverso hacia la quilla; agitaba los brazos, saltaba
queriendo afianzar con sus manos la escalerilla que le era extendida desde el
viejo UH-1N de la Fuerza Aérea Hondureña. Tiempo después, gracias a una
entrevista que él mismo dio a un diario de Tegucigalpa, supimos que el hombre era
el compositor Rubén Salazar, quien durante muchos años ha ostentado la
dirección de la Asociación de Autores y Compositores de Honduras. Amigo cercano
de José Alfredo Jiménez durante su estadía en México y de otras estrellas de la
farándula en el D.F., don Rubén vivía en un apartamento de Comayagüela que fue
inundado por la crecida de ese 31 de octubre de 1998. Absorbido por la fuerza
de las aguas, flotó milagrosamente cuadra tras cuadra hasta llegar a los
portones abiertos del Ministerio de Educación, dentro del cual pudo reponerse a
pesar que el río le había arrancado las ropas al igual que su enorme colección
de LPs y otros tesoros personales, tal como le sucedió ese mismo día a José de
la Paz Herrera, Chelato, ex técnico mundialista de Honduras en España 82, quien
perdiera en la inundación toda su videoteca futbolística. Bolero y fútbol, entonces,
resultaron anegados y jamás devueltos. Otra música sonaba al ritmo de los
rotores de los helicópteros y de las sirenas de las ambulancias.
Antes de alcanzar la escalerilla, don Rubén corrió
hacia el asta de la bandera nacional que aún estaba sujeta, aunque en jirones,
sobre el fondo pizarra de esa lluviosa mañana. Con mucha paciencia y haciendo
equilibrio la arrancó de su lugar y se envolvió en ella, resguardando su pudor revelado a último segundo.
La imagen más nítida que tengo de esa mañana de tragedia –aparte de los
ahogados enredados en el Parque La
Concordia y los borrachos que arrancaban del lodo las cervezas intactas de
la Cervecería Hondureña-, es la de don Rubén siendo elevado por los aires con
esa bandera de Honduras envolviéndolo. Quizá no sea la estatua de Lenin llevada
por el helicóptero en Good Bye Lenin,
pero sin duda, esa visión adelantaba con todo y sus presagios- el cambio de
época que traería a nuestras tierras el huracán más enconado y amnésico de
nuestra historia.
Apago la tele. Un bolero suena. Ya no recuerdo
nada.
F.E.
1 comentario:
Muy bien Párvulo! Que este post sacuda las conciencias de quienes quieren negar los hechos que nos han moldeado y que por mucho que intenten enterrarlas en la memoria, surgen en maravillosos destellos de la memoria. Sigamos
escribiendo.
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