En tus palabras encuentro la mirada profunda de aquella diosa mamífera. Me sostiene las pupilas y dulcemente me traga.
En su paso lento transcurro como cocuyo sin tiempo, soy una digestión cuadruplicada
Me duelen los huesos cuando vuelvo a ser niña, porque yo también un día no pude resistirle la mirada a lo perdido
"El olvido entra por el cuello", dime si es verdad eso que dices, entonces deja que el recuerdo se deposite detrás de la oreja, esperando el instante propenso, para soplar leve, hasta resonar el tímpano y esconderse en una tuba de nombre impronunciable
Deja que el recuerdo resucite aquella mirada primeriza donde los padres fueron héroes eternos y la vida un trofeo sin óxido ni derrotas.
El animal me devolvió la imagen de un niño suspendido sobre un abismo
"Angel de la guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día"
Yo ya no sé rezar, pero hoy busco en mis bolsillos la estampa de un pasado digerido. No la encuentro, pero sigo rumiando los versos.
Valentina Souza.
El regreso a la vaca perdida.
Un hombre puede quedar vacío
si se toma demasiado en serio,
idea tras idea,
limpio el cráneo para un cenicero.
Hay cruces atiborrando las bodegas
y pelucas de juez que se miden
con mucho cuidado,
al igual, un hombre puede reunirse
y vaciar de un trago sus recuerdos,
ni más ni menos, ebrio en las estaciones
contemplar los buses y a su gente en las ventanillas
enmarcados
como tristes cuadros de la asfixia.
Tengo presente el llanto en los mataderos
y el largo cruce de miradas entre la vaca y el niño.
El resoplar de la sangre
como una lona zarandeada por el viento,
el mugido interrogante y los ojos
acuchillándole todo el laberinto de las vísceras.
Ayer creía verme despierto
envuelto en el aura de las palomas,
deteniendo con soplidos la caída de las estatuas.
Quizá de allí la vaca y su relación con lo perdido,
eso que buscamos en los archivos del tedio
y entre el polvo que los lavabos trasiegan.
Una estatua me decía que su amor
eran las ondulaciones del humo
y el poder del cigarrillo besando a cualquiera.
Habían corazones en la historia, claro,
con seguridad
una lengua lasciva burbujeando en las palabras.
Pero yo estaba en el asunto de los buses
y sus museos ambulantes,
fascinado bajo el farol que me rodeaba
como una polilla.
Ni siquiera hablaba en griego esa noche
y por lo tanto, Helena, nada tenía que ver con mi guerra.
Era yo y mis zumbares, nada más,
la miel empalagosa de la memoria,
el sentido absurdo de regresar a una vaca
que te miraba y preguntaba
sin decirte
absolutamente nada.
Un hombre puede quedar vacío
si se toma demasiado en serio,
idea tras idea,
limpio el cráneo para un cenicero.
Hay cruces atiborrando las bodegas
y pelucas de juez que se miden
con mucho cuidado,
al igual, un hombre puede reunirse
y vaciar de un trago sus recuerdos,
ni más ni menos, ebrio en las estaciones
contemplar los buses y a su gente en las ventanillas
enmarcados
como tristes cuadros de la asfixia.
Tengo presente el llanto en los mataderos
y el largo cruce de miradas entre la vaca y el niño.
El resoplar de la sangre
como una lona zarandeada por el viento,
el mugido interrogante y los ojos
acuchillándole todo el laberinto de las vísceras.
Ayer creía verme despierto
envuelto en el aura de las palomas,
deteniendo con soplidos la caída de las estatuas.
Quizá de allí la vaca y su relación con lo perdido,
eso que buscamos en los archivos del tedio
y entre el polvo que los lavabos trasiegan.
Una estatua me decía que su amor
eran las ondulaciones del humo
y el poder del cigarrillo besando a cualquiera.
Habían corazones en la historia, claro,
con seguridad
una lengua lasciva burbujeando en las palabras.
Pero yo estaba en el asunto de los buses
y sus museos ambulantes,
fascinado bajo el farol que me rodeaba
como una polilla.
Ni siquiera hablaba en griego esa noche
y por lo tanto, Helena, nada tenía que ver con mi guerra.
Era yo y mis zumbares, nada más,
la miel empalagosa de la memoria,
el sentido absurdo de regresar a una vaca
que te miraba y preguntaba
sin decirte
absolutamente nada.
Volviendo al asunto
En todo caso,
el niño es un pasillo con luz en el fondo,
algo que se va cerrando o abriendo paso
en la conciencia de la vaca.
La sangre, es una alfombra roja
por donde pasan los recuerdos invitados.
Afuera lloran los que esperan entrar,
entre ellos, la lluvia, ese invento de los tristes.
Porque era fácil hablar de piedad
cuando el trueno sacudía los nervios
y el azote de nuestra madre
se convertía en abrazo y respuesta;
porque uno preguntaba, sí,
siempre haciendo el papel del infeliz más necio,
buscándole piedras rosettas al tapizado con revistas
y explicando cualquier mancha en la hoja de tarea;
porque de lo contrario, la maestra se enojaba,
la maestra vida y el conjunto vacío,
ese silencio ante las notas en rojo del animal
que mugía y hacía correr a los débiles de carácter.
Y al niño, no le quedaba otra que estudiar,
repasar, olvidar, borrar,
olvidar con la rapidez de un carnicero
que pasa presto a la siguiente víctima,
como la maestra, eligiendo respuesta
o borrando del pizarrón
el trazo de una vaca dibujada por alguien
a quien no le interesaban los timbrazos del recreo
ni las clases de inglés de la gringa Johnson,
sólo las palomillas que salían del rastro en invierno
como llevándose algo que tan sólo él y sólo él
podrían ya reconocer.
Plegaria vacuna
Cuelgo divertido de mi globo ocular.
Y claro, que el viento es un niño resuelto
que me lleva a la altura
donde toda catedral es una vaca muerta
con la ubre de las cúpulas
tensas y agrietadas.
El cielo tiene un filo que espanta
y sin embargo, ninguna campana delata
el temblor supino de nuestra heroica vaca..
“Cada animal es gregario –me decía el arriero-
y el rumiar, es su constante rezo.
¿Pero adónde puede ir una vaca
que siempre ha cargado en sus manchas
todas las nubes del cielo?”
Ya nada importa,
el olvido entra por el cuello.
Mañana rezaré
antes de lamer tu manso cuerpo.
En todo caso,
el niño es un pasillo con luz en el fondo,
algo que se va cerrando o abriendo paso
en la conciencia de la vaca.
La sangre, es una alfombra roja
por donde pasan los recuerdos invitados.
Afuera lloran los que esperan entrar,
entre ellos, la lluvia, ese invento de los tristes.
Porque era fácil hablar de piedad
cuando el trueno sacudía los nervios
y el azote de nuestra madre
se convertía en abrazo y respuesta;
porque uno preguntaba, sí,
siempre haciendo el papel del infeliz más necio,
buscándole piedras rosettas al tapizado con revistas
y explicando cualquier mancha en la hoja de tarea;
porque de lo contrario, la maestra se enojaba,
la maestra vida y el conjunto vacío,
ese silencio ante las notas en rojo del animal
que mugía y hacía correr a los débiles de carácter.
Y al niño, no le quedaba otra que estudiar,
repasar, olvidar, borrar,
olvidar con la rapidez de un carnicero
que pasa presto a la siguiente víctima,
como la maestra, eligiendo respuesta
o borrando del pizarrón
el trazo de una vaca dibujada por alguien
a quien no le interesaban los timbrazos del recreo
ni las clases de inglés de la gringa Johnson,
sólo las palomillas que salían del rastro en invierno
como llevándose algo que tan sólo él y sólo él
podrían ya reconocer.
Plegaria vacuna
Cuelgo divertido de mi globo ocular.
Y claro, que el viento es un niño resuelto
que me lleva a la altura
donde toda catedral es una vaca muerta
con la ubre de las cúpulas
tensas y agrietadas.
El cielo tiene un filo que espanta
y sin embargo, ninguna campana delata
el temblor supino de nuestra heroica vaca..
“Cada animal es gregario –me decía el arriero-
y el rumiar, es su constante rezo.
¿Pero adónde puede ir una vaca
que siempre ha cargado en sus manchas
todas las nubes del cielo?”
Ya nada importa,
el olvido entra por el cuello.
Mañana rezaré
antes de lamer tu manso cuerpo.
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