Nadie sale a ordeñar los rebaños de niebla, por eso engordan y vagan perezosamente por los cerros. El empleado alcanza a ver el enorme tráfico, como una cadena de montaje lenta cuyo producto es la nada. Se suma a ella y se deja embalar, apretujar, ensalivarse con las palabras atomizadas de los cobradores.
Una gigantesca bandera invisible flamea en el centro de la ciudad. Los androids desayunan viendo hacia los monitores y así permanecen hasta que el bolo alimenticio resbala aceitoso encima de sus corbatas.
En un pequeño espacio de tiempo, cuyo resplandor es similar al de una iglesia que se incendia, muchos voluntarios que sirven de estibadores, cargan al empleado y trasiegan con él de esquina en esquina hasta depositarlo medio dormido, al pie de las puertas giratorias.
Los rebaños de la niebla, mastican lentamente los prados del horizonte.
F.E.
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