jueves, 11 de mayo de 2017
Tempestades de acero, una vez más
Suelo regresar a Tempestades de Acero cuando mi mundo personal va siendo cercado por la banalidad insustancial de la mass media que, con implacable insistencia, trata de convertirse en interpretadora de cada acto humano y su historia. Volver a Tempestades de Acero me pone polo a tierra -por decirlo de alguna forma- con aquello que de superviviente carga en sí todo ser humano. Con esta lectura soy bastante exigente: me decido a anular toda interferencia y me concentro en cada pasaje como si de vida o muerte se tratara; sólo así puedo llegar a oler la pólvora y escuchar el aleteo de los obuses que se aproximan pero, sobretodo, me permiten escuchar con atención las observaciones puntillosas de Ernst en cuanto a la agonía del ser.
En esta lectura he prestado mucha atención a esos descensos que Jünger realiza dentro del último acto o aliento de los soldados y amigos que le tocó ver morir. En anteriores lecturas me he empapado a fondo en el tipo de armas, en los métodos de defensa, en los espíritus robustos que se sobreponían a los bombardeos, pero en esta lectura -la más dolorosa que he he tenido respecto al libro- me he imbuido en esa despedida imprevista de los caídos y en el efecto desolador que Jünger sintió posterior a ella.
"He contemplado ya muchos cadáveres -relata Ernst en un pasaje especialmente doloroso-, pero no he podido acostumbrarme a su visión; también hoy por la mañana, al inclinarme sobre el muerto, me sorprendí a mí mismo adoptando una conducta extraña, que ya he observado varias veces en mí. Mis ojos se acomodaron para mirar a lo lejos, como sí, mientras miraban aquel objeto cercano, no pudieran verlo con claridad. También los pensamientos están como paralizados en ese momento. Es como si por un instante se hiciera visible la entrada de una cueva y luego volviera enseguida a cerrarse. Tal vez los muertos posean una fuerza secreta irrefutable..."
En otro momento, describe:
"Los rostros de quienes yacen de espaldas están desfigurados; sus ojos se hallan muy abiertos, como si estuvieran viendo una catástrofe a la que no se le adivina ninguna salida... Además, resulta muy difícil creer que ya no puedan tener ni pensamientos ni voluntad estos muertos, que hace muy poco vivían aún en la exaltación más salvaje de sus existencias y que ahora yacen ahí cual si una varita mágica los hubiera tocado... uno se siente inclinado a atribuir intenciones ocultas y pérfidas a los silenciosos habitantes de este lugar, unos habitantes parecidos a seres humanos y sujetos a unas leyes del todo desconocidas..."
Una de las preguntas que iban surgiendo insistentes dentro de mí mientras releía estas memorias, era el cómo la experiencia bélica alemana en la primera guerra mundial no pudo detener la siguiente guerra de Hitler. El portentoso horror que se describe en Tempestades de Acero hubiera dado para dignificar en esa "purificación" -como la llama Jünger- a los combatientes de todos los bandos que, tras haber descendido al infierno mismo hubieran tenido más que suficiente. Me acordé, por igual, que en un foro en la que participé junto a los historiadores Omar Aquiles y Edgar Soriano en la librería de la UNAH, yo mismo había respondido, en oposición a la expectativa de Hesse en cuanto al fin de las guerras (Y si la guerra continúa), que las guerras continuarían implacables, inexorables, así que también me fui respondiendo en un toma y daca perturbador.
Llevado por la lectura, busqué entrevistas que le hicieron a Ernst Jünger y que aparecen en youtube. En una de ellas (https://www.youtube.com/watch?v=0Ju5HFoD20U) no pude dejar de fijarme en las diversas reacciones de un Jünger de 102 años ya muy hastiado del mundo o de su propia memoria. Ante la invocación de recuerdo impuesta por el periodista, Jünger pasa en segundos de un estado de ánimo amable, aunque parco, a un molde repentino de silencio hosco, muy hosco y absoluto. Cuando está recordando a sus camaradas muertos se alcanza a ver esa desaparición fulminante del hombre que ahí está dispuesto a hablar hacia el otro que emerge con pasmoso rostro "sujeto a unas leyes desconocidas", transformado -al fin- en el muerto que debió unirse a los demás en pleno 1917. Ese cambio radical se logra ver en el video, y más que las muchas cosas que uno mira en él, considero que son esos fugaces momentos los más desconcertantes y brutales. Así es que me doy cuenta que la lectura me enseñó muy bien a reconocer ese instante de tránsito, humanísimo, concreto como una máscara de acero que se revela gigantesca en un salón que la cubría con sedas.
Terminé entonces Tempestades de Acero. Al final del libro me encontré con las viejas anotaciones de mi 2005, año en que compré el libro. Rescato algunas aquí, escritas a puño y letra en las páginas de cierre:
- ¿Qué hay más allá? la muerte es pertenecer al recuerdo.
- La propaganda atenúa el sentido de la realidad, lo que sugiere la transposición psicológica del lenguaje.
- La inmortalidad del hombre dura lo que dura su ego. La experiencia limita la proyección del ego.
En los momentos de alta violencia, la fantasía toma el lugar de la mente consciente y permite que esa conciencia sobreviva a ese momento. La muerte violenta nunca se asume por completo, se va a ella en medio de muchas alucinaciones.
- Al aniquilarse el miedo se pierde toda conexión con la conciencia vital, el ser se convierte en fantasma.
El encuentro personal, cara a cara, con el enemigo: ¿qué es la humanidad si no es, acaso, aquel lejano recuerdo sobre la fugaz felicidad que logra contener con precariedad el ser? ¿La humanidad solo puede ser asimilada por la comparación? ¿Compararnos es lo que nos hace humanos?
- La abstracción más antigua libera de responsabilidades: el traspaso de las cargas morales hacia el Estado.
- El humor y el espanto dan forma a lo grotesco.
- El inicio de los mitos de ultratumba: una necesidad del incrédulo,de aquel a quien sigue sorprendiendo la irreductible muerte.
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