domingo, 8 de diciembre de 2013

Hablar o no hablar



De los primeros sonidos que escuché al mudarnos a Tegucigalpa, en 1989, fue el de un grito gutural que bajaba el bloque residencial, insistente pero cadencioso. Alguien tocó a la puerta. El mismo grito insistía. Al abrir me encontré con una vendedora de tortillas de las colonias altamente violentas de los alrededores pidiéndome, a puras señas y vocalizaciones, que le comprara. Supe entonces que "la mudita" era muy popular por su forma de pregón y su alegría, lo que hacía que en un par de horas vendiera toda su mercancía. Hubo un momento de a mediados de los noventas en que ya no pasó más. Eran los tiempos de la disminución del poder militar a través de la eliminación del servicio militar obligatorio a favor del voluntario. Uno se la creía: Roberto Reina, entonces presidente, parecía decidido a civilizar Honduras con su "Revolución moral" y lo mejor, los militares parecían obedecer a su voz de mando civil.

Todo mundo quería hablar, opinar de cualquier cosa pero hablar. Recuerdo a una vendedora ambulante que enfrentaba un desalojo del centro de la ciudad con la siguiente imprecación al policía: "A mi no me vas a venir a decir lo que debo hacer con ese tono... andá bajándole, porque aquí, ahora, ustedes están bajo el poder de los civiles y nosotros tenemos derechos"... en fin, la ruleta rusa iba a nuestro favor, parecía la modernidad al fin alcanzada. De pronto llegó el futuro, el año 2000, y el Y2K se saltó con todos sus fallos al poder civil, desprogramando la esperanza ciudadana y metiendo de nuevo el virus del paramilitarismo contra las pandillas. El aquelarre de Oscar Álvarez llegó desde su Ministerio de Seguridad y las matanzas colectivas que no se habían visto desde la guerra civil de 1924 volvieron a la primera plana, en 3D y hasta el fondo del ADN de la nueva generación... la misma generación que tendría un momento único de darle un giro decisivo a la gobernanza del país en las pasadas elecciones del 24 de noviembre.

Ahora era el tiempo absoluto de los medios. La ciudadanía enmudecía o ladraba fieramente. Los titulares no pararon de hablar a partir de entonces y su discurso era sangre, miedo, sangre y más sangre. "El espanto me quiere matar", declaraba a los medios Óscar Álvarez ("El Espanto", alias de un pandillero) y así daba el grito de batalla para mayores operativos y brutalidades policiales. El militarismo había regresado en todo su esplendor justo en el momento en que las grandes contradicciones sociales, acumuladas durante tanto tiempo, mostraban al mundo un golpe de Estado del cual ya se ha hablado en demasía sin nunca morder tuétano. El tuétano corría viscoso en los labios de los voceros de la violencia institucionalizada, el tuétano era la delicia diaria y se convirtió en cultura gastronómica de cada habitante en esta olla de presión.

Hace unos días, quizá una semana después de las elecciones, volví a escuchar el grito gutural de La mudita. ¡No lo podía creer! ¡Habían pasado casi 20 años desde la última vez que pasó vendiendo sus tortillas! No tuvo que tocar la puerta, fui yo quien salió apresurado a abrirle. Y ahí estaba, con una sonrisa inmensa, ya avejentada y con dos muchachas, sus hijas, a su lado. Me dio un abrazo, le hizo señas a sus hijas explicándoles que me conocía desde hace mucho. Una de ellas me preguntó por quién había votado. Le respondí señalándole un sticker sobre la puerta: "Xiomara, le dije". La mudita hizo un gesto de decepción, casi molesto. Se persignó, me dio un abrazo con otra sonrisa y se despidió. Una de las muchachas me dijo: "Pero qué fregada que perdió... se fue mal con la doña". La miré bajar el bloque, cantando. La mudita seguía con su pregón de tortillas, seguramente hechas en los fogones que Juan Orlando Hernández repartió* entre las zonas más pobres de la capital y de toda Honduras.

"Pero ganaron con fraude" - les alcancé a decir. La mudita dio media vuelta y me hizo una seña de burla cariñosa. Igual yo... le devolví la sonrisa más extraña que haya guardado para estos días.

F.E.

* Juan Orlando Hernández fue apodado con el nombre Juan Tortilla debido a este programa social impulsado desde su presidencia en el Congreso Nacional. Durante su campaña, apeló al militarismo para atacar la violencia generalizada.