Para recordar a Edgardo Florián (1975-2021) debo
remitirme a la película brasileña El hombre que se convirtió en jugo, producción
inserta en el Nuevo cine latinoamericano de los años 70; y es que la referencia tiene muchos ángulos en
común con la Tegucigalpa que fue exprimiendo a Florián en la medida en que se
iba estrechando el horizonte social y la desaparición de los espacios
culturales en pro del desplazamiento de “la modernidad” urbanística del centro
histórico hacia los nuevos polos comerciales de la capital. Veo, entonces, en
Florián la destrucción de la última Tegucigalpa romántica donde la dinámica
cultural se mantenía unida por los viejos callejones y cuestas del barrio
Morazán hacia La Plazuela, y de ahí hasta el final de la peatonal, el Teatro
Manuel Bonilla y el Parque Dionisio de Herrera. Ese era el circuito que
caminamos una y otra vez, cuando todos los grandes nombres de la última
generación del corpus intelectual y creativo que nos llegaba desde los sesenta
aún vivían y dinamizaban nuestro imaginario y aspiración.
Como poeta, y desde el Taller de Poesía Casa Tomada,
en la que fuimos compañeros, Florián siempre estuvo seguro -con proverbial
desenfado- de que su estatura creativa sería decisiva en la reinvención de la
poética de Honduras, y todo lo que leía y miraba iba encauzado en crearse un
mundo multidimensional que corría en busca del llamado de Rimbaud a ser absolutamente
modernos. He repetido esta frase de Rimbaud porque ese llamado fue tomado
por Florián con total compromiso. Sin embargo, el ámbito que todos esperamos
ver crecer junto a él, en lugar de ascender en oportunidades intelectuales
retrocedió aceleradamente al ritmo de la cavernaria visión sociopolítica que
retomaba impulso entre los sectores más conservadores del país, hasta
desembocar en el nefasto golpe de Estado del 2009. La realidad ya había mordido
a Florián desde mucho antes, pero fue el golpe de Estado el que rompió gran
parte de la red de subsistencia laboral que todo artista necesita. Si antes del
golpe Florián sobrevivía con ocasionales participaciones como actor de teatro y
cine, luego del golpe le quedó un consuelo: todxs en Tegucigalpa entramos a la
precariedad o a estar a filo del desempleo por nuestras posiciones de
resistencia. Su figura entonces se niveló anímicamente. Todxs salimos a las
calles donde él ya se movía con soltura. Virgilio de la Resistencia, lo veíamos
atravesar los círculos en que cayó la movilización, siempre con el periódico El
Libertador bajo el brazo, ofreciéndolo junto a una consigna o un poemario
amorosamente en ristre contra los golpistas: R de Resistencia, su libro
de esos días del 2009. ¿Sus otros poemarios? Yazz (2003), 2ª. Estación (2006),
Aguacadabra (2010) y El andar-alacrán (antología 2015)
Juana Pavón aún vivía y era la contraparte de Florián,
y como dos fuerzas anímicas que rivalizaban en mística popular, no era
compatibles una vez compartían el mismo espacio. Eso es anécdota, pero lo que
hay de fondo, lo que realmente me motiva a nombrar a Juana, es que
representaban dos sistemas poéticos muy diferenciados. Juana desplegaba poesía
oral y la mayoría de las veces en genial improvisación según la atmósfera del
momento o recordando de memoria sus poemas ya célebres e interiorizados en
todxs. Florián, en cambio, leía de sus textos recién escritos en su libreta,
mismos que anunciaba como parte de su próxima publicación y cuando le tocaba
declamar su oralidad se remitía a los poemas de grandes poetas hondureños. Aquí
doy un punto de partida para entender la sistematización permanente que Florián
realizaba sobre el texto. Lo que una vez le fue reconocido como poesía
experimental ya en él era estilo, es decir, la impronta de su
personalidad-estro sobre el papel. Su oralidad, que nunca quiso competir con la
de Juana, era una necesidad para acercar sus textos a posibles lectores de su
obra en preparación. Su libreta, llena de dibujos y pátina del diario vivir, era
la libreta de un cronista permanente, y toda la realidad que se derrumbaba era
transcrita al instante, como un dibujo a pulso urgido de inmediatez por la
taquicardia provocada por un asalto, represión policial o fuegos cruzados
sicariales. La sintaxis de sus poemas, por lo tanto, dieron con la fórmula
clave para evocar con rapidez y dualidad: el silogismo que desdoblaba las cosas
o emociones a su alrededor. Una pared que se mira con tristeza, por ejemplo,
era la mirada-muro. El cielo sin nubes era, en su captación urgente del cosmos,
la desierto-luz que entraba por la ventana. Su imaginación iba tomando nota
tratando de no interrumpirse con artículos ni lirismos sobre expuestos, justo
como las transiciones abruptas del Nuevo cine latinoamericano. En cada verso de
sus libros es evidente que no se concluye. No hay definiciones fijas: todo va
en fuga porque el mismo poeta va en fuga para sobrevivirle a lo que se le va
encima. La muerte misma se contrasta consigo misma in extremis, como escribió
en uno de sus poemas (Mister Jones o poemas a la visita de Bill Clinton a
Tegucigalpa): Muerte a la Muerte.
La denuncia de la realidad dictatorial de Honduras
pasaba primero en Florián por denunciar el uso canónico del lenguaje, su
mecanización evocativa, su ranciedad cívica, en resumen, su hipócrita academia,
y fue su base de estudio como actor lo que lo despojó (así como cuenta la
actriz y maestra de teatro Lourdes Ochoa) de “todo aquello que le pesaba”. Temo
que llevó esa mística más allá de los cálculos y que el confinamiento por la
pandemia le quitó el agua a un pez alucinantemente bohemio. De las calles de su
circuito clásico ahora cerrado derivó hacia la filosa Comayagüela, saturada de
otros círculos menos tolerantes con la poesía, aún y cuando la melliza haya
sido la cuna de Juan Ramón Molina. Ahí, en los alrededores de la Escuela
Nacional de Bellas Artes y de la estatua del poeta fue donde un microbús lo
atropelló.
Si aún no digerimos lo que ha sucedido al fallecer
Gustavo Campos (1984-2021) en San Pedro Sula, no podemos ni rozar lo que
significa el fallecimiento de Edgardo Florián. Ha sido un doble golpe
estremecedor y sin embargo considero que debe ser un doble campanazo para
ponerle un alto a la indiferencia intelectual -y básicamente humana- que es la
que realmente aplasta en vida a nuestrxs artistas en Honduras. Ambas obras, la
de Gustavo y Florián deben mantenerse vivas más por su verdadero impacto en la
literatura del país y Centroamérica que por su asombrosas y dolorosas
anécdotas. El poeta que se convirtió en jugo recibiría así, por la eternidad,
un purgatorio peor: el nunca traspasar el personaje anecdotario que ha
consumido la trascendencia de muchxs luminosxs creadorxs de nuestra historia
literaria.
Fabricio Estrada
Febrero 2021, Vega Baja, Puerto Rico
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