domingo, 14 de marzo de 2021

Constantinopla: de cuando la ciudad se salvó del apocalipsis, Siglo V e.c.

 


 


El ejemplo de Constantinopla. Lo que voy a decir lo han oído algunos que quizás lo conocieron, y hasta están entre el auditorio, los cuales estuvieron también allí presentes. Sucedió hace pocos años en Constantinopla, siendo Arcadio emperador. Queriendo Dios atemorizar a la ciudad y enmendarla por el temor, convertirla, purificarla y cambiarla, reveló a un fiel siervo suyo, que, según dicen, era un soldado; y le dijo que iba a destruir la ciudad con fuego bajado del cielo, y le amonestó que se lo dijese al obispo. El se lo dijo; el obispo no lo menospreció y lo comunicó al pueblo. 

La ciudad se convirtió a penitencia, como en otro tiempo la antigua Nínive17. Para que el pueblo no creyese que el que lo había anunciado era un iluso o un falsario, llegó el día que había amenazado, todos pendientes y esperando con gran temor el resultado; al anochecer, cuando ya el firmamento estaba oscuro, apareció una nube de fuego por el oriente, pequeña al principio; después, poco a poco, según se iba acercando sobre la ciudad, crecía de tal manera que el fuego amenazaba de un modo terrible a la ciudad entera. Parecía que una llama horrible estaba suspendida sin que faltase el olor a azufre. 

Todos se refugiaban en los templos, y los lugares sagrados no podían acoger a las muchedumbres; cada cual exigía el bautismo de quien podía. No sólo en las iglesias; también por las casas, por las calles y plazas pedían el sacramento de la salvación, para evitar la ira no sólo presente, sino también futura. Después de aquella gran tribulación, en la que Dios confirmó la veracidad de sus palabras y de la revelación de su siervo, la nube, lo mismo que había crecido, comenzó a decrecer hasta disiparse poco a poco. 

Cuando el pueblo se creyó un poco seguro, oyó de nuevo que había que huir del todo, porque la ciudad sería arrasada el sábado próximo. La ciudad entera con el emperador salió fuera, nadie quedó en casa y nadie cerró la puerta, alejándose de las murallas, y mirando los hogares amados decía adiós entre suspiros a las residencias queridísimas. Y habiendo avanzado aquella gran multitud algunas millas y, reunida en un mismo lugar para orar a Dios, vio de repente una gran humareda, y dirigió a Dios un grito tremebundo. Por fin, vuelta la serenidad, enviando algunos que informasen, una vez pasada la hora señalada que había sido predicha; y cuando informaron que las murallas y las casas permanecían en pie, todos regresaron con indescriptible alegría. Ninguno perdió nada de su propia casa y cada cual la encontró abierta, como la había dejado.


San Agustín - La devastación de Roma

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