CARMEN
BERENGUER AL PREMIO NACIONAL DE LITERATURA
Jesús Sepúlveda
Llegué a casa de Carmen Berenguer un día
de la década del ochenta. Tenía 14 o 15
años y la insignia del Liceo Experimental Manuel de Salas cosida en la chaqueta
del uniforme del colegio. Mi compañera de curso, la actriz y artista
permormática, Carola Jerez, hija de Carmen, fue el vínculo.
Con el tiempo me hice asiduo a esa casa y
a las conversaciones con Carmen, su familia y amigos escritores. Fue un momento
crucial en mi adolescencia e iniciático en mi escritura. Supe por ella que
había una Sociedad de Escritores de Chile que, a pesar del silenciamiento,
reunía voces que fueron marcando esa época. Supe también que no bastaba solo
con decir, al modo parriano, también había que escribir.
No es un misterio que la apertura
simbólica de ese Chile oscuro de la década del ochenta fue gestándose en el
quehacer de poetas y escritores que en mayor o menor medida ayudaron a
conformar el ideario opositor al regimen cívico-militar. Carmen había escrito
un libro notable: Bobby Sands desfallece
en el muro (1983). Su lectura no podía sino alimentar la mente inquieta de
un quinceañero que ya amaba la poesía. Fue un libro que, ahora que lo pienso a
la distancia, mostró un camino a esa nueva camada de escritores y poetas que
publicamos nuestros primeros poemarios en 1987: la llamada Generación post 87.
Creo que ese primer libro de Carmen ayudó
a cimentar el camino de una cierta literatura comprometida con la palabra y la
realidad social. O por lo menos así lo he entendido después de haberlo enseñado
varias veces en mis cursos de literatura hispanoamericana en la Universidad de
Oregón. Pero el experimentalismo de Bobby
Sands desfallece en el muro no es neovanguardista, a pesar de sus cruces
con la Neovanguardia. Es más bien un libro que juega con el lenguaje, su
disposición, sus silencios y sus significantes. En él hay ventriloquia porque
la voz que habla no solo personifica a una figura que siendo tan lejana como el
revolucionario irlandés se siente en extremo cercana a la realidad chilena,
sino porque también en sus páginas habla un sujeto duro: el hambre. Y no lo hace como un dios en el Olimpo ni como
un ego desbocado de signo patriarcal. Lo hace, quizás, desde la militancia que
se llamó Resistencia.
Luego vendría Huellas de siglo (1986), que es un libro con una sensibilidad mucho
más cercana a nuestra generación que a la generación donde el canon ha situado
a Carmen. De este libro es “Santiago
Punk”, poema que resuena con el punzante sonido del Santiago de esa época. Pero
también son “Molusco”, “Loba” y “Lengua osa verba”, poemas que leí/leímos en el
silencio de la ciudad sitiada después de las protestas ochenteras.
La Generación post 87 tuvo la rebeldía
como marca de nacimiento. Por eso a algunos de nosotros/as también se nos llamó
poetas bárbaros. No hubo bárbaros de la Generación post 87 que no pasara por la
casa de Carmen Berenguer, donde se hablaba de poesía, política, biopolítica,
identidad y contracultura, pero también de su experiencia norteamericana hippie cuando su marido Carlos, que
también es pintor, pasó dos temporadas en Estados Unidos cursando estudios de
doctorado en Ciencias a fines de la década del sesenta y del setenta. Allí
conocí a Pedro Lemebel, que entonces firmaba como Pedro Mardones, y a la
mayoría de las y los sujetos que comenzaban a habitar la ciudad, a recorrerla
en las noches y alumbrar el horroroso Chile, cuyo apagón cultural quería cegar las
mejores mentes y prolongar el oscurantismo.
Bohemia y vida intelectual parecen ser
hermanas de una misma familia. Carmen animaba esa década bohemia de bares,
cigarros y pitillos con su conversar pausado y preciso, sopesando el peso de
las palabras, pero también desatando un flujo verbal torrentoso si la situación
lo acreditaba. Esa mezcla de precisión y jerga hacía del lenguaje el
protagonista de todo. Porque el asunto no solo era deambular por la república
imaginaria del Jaque Mate, el Castillo Francés, La Terraza, el Galindo, el
Venezia, entre otros boliches, sino tramar la conversación que nos involucrara
a todos y todas como una gran hablada.
De pronto Carmen dejó de ser la madre de
mi compañera de curso para transformarse en una amiga y guía intelectual. En 1985
formamos el Taller Fines de Siglo, que ella dirigió con paciencia y generosidad.
Nos reuníamos en su casa. Allí me enteré de la poesía de Ginsberg, de Gregory
Corso, de Ferlinghetti, de Diane di Prima, pero también de Rodrigo Lira y de
Juan Luis Martínez. En las sesiones del taller había poetas y escritores invitados.
Uno de ellos fue Mauricio Redolés, que venía de regreso de su exilio en Londres
y había musicalizado el poema “Nada” de Carlos Pezoa Véliz. En esas sesiones creo
haber conocido también a Tatyana Cumsille, que trabajaba entonces en su libro
de poesía y rock. Carmen compartía sus libros y sus lecturas con dedicación y
cariño. Un junio gris de 1985 me regaló Arte
de morir (1979) de Óscar Hahn con una dedicatoria que ella misma escribió
con su puño y letra: “Para este futuro poeta y amigo, este libro importante en
la Poesía Chilena”. En realidad, el Taller Fines de Siglo fue eso: una
experiencia profunda de aprendizaje poético.
Como animales gregarios que somos, cuando
un poeta rompe el solpsismo y comienza a dialogar, florece. Quizás por ello
Carmen organizaba eventos públicos que hicieron que el taller se transformara
en un imán para otros y otras poetas de la generación: Víctor Hugo Díaz, Malú
Urriola, Sergio Parra, Guillermo Valenzuela, por mencionar a los más cercanos. Había
entonces más hombres que mujeres en la esfera pública y literaria. Quizás todavía
los haya. O lisa y llanamente no ha habido paridad de género en el
reconocimiento público a la labor literaria de las mujeres. Como dato duro, en
Chile solo se le ha concedido el Premio Nacional de Literatura a una sola mujer
poeta, cuando se le otorgó a Gabriela Mistral en 1951, seis años después de
haber recibido el Premio Nobel de Literatura. Y en toda la historia del premio,
solo lo han recibido cinco escritoras en contraposición a los 49 hombres
galardonados desde que se instituyera el premio en 1942. Además de la propia
Mistral, fueron premiadas Marta Brunet en 1961, Marcela Paz en 1982, Isabel
Allende en 2010 y Diamela Eltit en 2018. Por lo mismo, Carmen trataba a
contracorriente de instigar en algunos de nosotros una mirada más sutil y menos
puerilmente masculina. Leía bien el mapa psicológico e ideológico del Chile de
entonces. Y lo sigue haciendo hoy.
En el Taller Fines de Siglo alcanzamos a publicar
dos trípticos. Entre los publicados, recuerdo a Alvaro Leiva, Felipe Moya, Juan
Pablo del Río y Gerardo Godoy, todos animales literarios que han continuado una
labor creativa y académica. También hicimos lecturas que quisieron ser
performances y que no alcanzaron a serlo porque nunca nadie las grabó. Ya
estaba en el aire la idea de las intervenciones y acciones de arte como un modo
de irrupción en los asuntos de la polis. Ya vendría el año 1987 y con sus meses
el relincho ácrata de las Yeguas del Apocalipsis.
Carmen era y es multifacética, siempre
involucrada en proyectos e iniciativas culturales. Uno de esos proyectos fue la
revista contracultural Al margen, que
editaba junto a Diamela Eltit, Gonzalo Muñoz y Jaime Lizama. Luego se adheriría
Manuel Pertier como editor gráfico. Allí fue publicado mi poema “Lugar de
origen”, que corregí en el Taller Fines de Siglo y que más tarde le dio título
a mi primer poemario. Fue la misma Carmen que, junto a Jaime Lizama y Raúl
Zurita, presentó Lugar de origen, La comarca de los senos caídos de Víctor Hugo Díaz y Fabla Grafitti de Guillermo Valenzuela en
el Goethe Institut que estaba frente al Parque Forestal. Esa tarde también leyó
Alvaro Leiva. La presentación se hizo con auditorio repleto y de agún modo fue el
lanzamiento público de nuestra generación.
Pero 1987 no solo vio emerger a una nueva
generación poética que, se podría decir, tuvo en Carmen Berenguer a una madre
espiritual, sino también el año del Congreso Internacional de Literatura
Femenina Latinoamericana, del que Carmen fue tanto participante como
organizadora. Su compromiso y activismo en todo terreno hacía que Carmen avivara
el espíritu intelectual de entonces, marcando el tono temático y el ritmo de la
conversación. No quisiera llamarla emperatriz in illo tempore; tiempos, por lo demás, vitales, inquietos y llenos
de posibilidades, porque ya no estamos para emperatrices ni emperadores, pero
Carmen era indudablemente el motor -o uno de los motores- de la vida
intelectual, literaria y poética de la década del ochenta. Su presencia fue un
hecho crucial para la intelectualidad de la época.
No es aquí el lugar para enumerar los
méritos literarios de Carmen Berenguer, Premio Iberoamericano de Poesía Pablo
Neruda 2008. Su bibliografía, que comprende más de quince títulos de poesía,
crónicas y relatos, habla por ello. Pero también habla su escritura que, tal
como lo señala Raquel Olea, “se juega en los intersticios formales de los
géneros, [porque] ahí encuentra el punto para decir el cuerpo, la identidad, la
historia, la memoria de América Latina y de Chile en particular”.
Hacia el fin de la dictadura su poesía se
vuelca hacia un barroco de nuevo cuño, tal como ocurre en Sayal de pieles (1993), libro que leí a mis alumnos de castellano
en el colegio Jesualdo a principios de los noventa antes de salir de Chile. Y
con esto quiero concordar con Soledad Bianchi, que dice que en este libro el
lenguaje se centra “en el placer del sonido”, evidenciando el trabajo
exploratorio de Carmen. Su poesía, a contrapelo de sus detractores, es
inteligente y carece de facilismos. Luego vendría un arduo trabajo de escritura
y colaboraciones en distintos medios, afianzando su obra. Es precisamente en
los años de la transición que Carmen colaboró con la revista Piel de leopardo que yo dirigía y con la
Revista de crítica cultural que
editaba Nelly Richard. El resto es historia literaria. Carmen siguió publicando
y aumentando su reconocimiento público. En 2012 fue elegida presidenta de la
Sociedad de Escritores de Chile, institución de la que además ha sido directora
varios años y en 2016 fue nominada al Premio Nacional de Literatura.
Puede que yo no comparta la idea de las
autocandidaturas al Premio Nacional de Literatura ni adhiera a sus mecanismos
de instalación política. Sé que en el fondo Carmen tampoco se dejaría embaucar
por el oropel de este premio y que su propuesta estética sigue
irremediablemente ligada al disenso, la ambigüedad y la exploración antes que a
la mera denuncia, la información llana y el experimentalismo mediático.
Creo que Carmen concordaría conmigo si le
dijera que los premios son políticos. Y precisamente porque son políticos, creo
que ha llegado el momento de que Chile le conceda el Premio Nacional de
Literatura a Carmen Berenguer, una autora feminista fundamental en la
literatura chilena surgida en los años ochenta. Creo también que se merece este
premio no solo por su vasta obra sino también por su labor cultural y activismo
emancipador. En tiempos de transformación profunda, en plena pandemia y post estallido
social, el reconocimiento a Carmen Berenguer sería un modo de galardonar un
tipo de hacer literatura comprometida con la palabra incrustada en el cuerpo.
No es solo disconformidad ni estética del desacato lo que nos entrega la obra de
Carmen Berenguer, sino conciencia de que la escritura es contraria a la autocomplacencia
y a los artilugos mediáticos que no cuestionan los discursos del sistema y del
poder.
Vaya mi apoyo afectuoso a Carmen
Berenguer al Premio Nacional de Literatura.
2 de agosto, 2020
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