Foto: Fabricio Estrada
Lección de vida
Un par de moscas
se frotan y copulan contra la luz.
Observamos
fascinados
el deseo en todo lo que existe.
Ayer apenas nacían.
En este instante luminoso
cuando arden
y sus alas se deshacen contra el cristal de la ventana
sospechamos la vida.
Hueso suelto
Un par de moscas
se frotan y copulan contra la luz.
Observamos
fascinados
el deseo en todo lo que existe.
Ayer apenas nacían.
En este instante luminoso
cuando arden
y sus alas se deshacen contra el cristal de la ventana
sospechamos la vida.
Hueso suelto
Es el hueso suelto
una palabra sin nombrar
y en su tuétano
habita Dios de ojos turbados.
Su voluntad es
equivalente a la de todo: el deseo.
Y aunque padece las ansias de la carne
más fiero que cualquier mortal,
se retuerce sobre los que aman.
Nada lo conmueve,
quizá la piel brillante
de las jóvenes que tiemblan bajo el temporal
o la incrédula mirada de los que mueren en la guerra,
no los niños, ni los perros
no las madres desgarradas de dolor,
no.
Por eso dicen los que saben:
mejor cantarle a
la tiniebla en la montaña
al cardo en el
camino
al sol que
enciende el hocico de las hienas.
Nada lo complace más
que los hombres hincados
por desear la pulpa abierta,
la víscera rasgada de los otros.
Y cuando todos imploran se hincha;
es el hueso que se llama como él.
Nada hay que más le alegre
que en los templos los hombres
incapaces de humana soledad,
de dolor humano en lo humano.
Lo desaparecido
Ahora que ha bajado la
marea
nombramos estos huesos
pulidos por la lengua
de la sal.
Son vértebras que el
oleaje no sorteó
y brillan sobre la
arena calcinada.
Lejos, en el litoral,
la carne flota
resplandece también,
pero su claridad
es la de una flor
crepuscular
que aprecia del fondo
la certeza de lo
desaparecido.
Chengue.
En la radio anuncian que se han tomado el pueblo.
Que hubo explosiones
restos de carne que se estrellaron contra otros cuerpos.
Que todo fue muy rápido.
Que las gallinas dejaron en el aire
sus plumas como un ala de neblina
que no permitió ver con claridad
después de arder con el estallido
cuántos muertos fueron.
Que fue un horror no haberlos visto bien.
Que deberán regresar en la madrugada para contar los cuerpos
adivinar las formas entre los fragmentos
en pleno domingo,
sin día de descanso,
sin recibir un pago adicional.
Dijeron, en la radio, que la vida nunca es justa.
Escribo
desde la desgarradura de la tarde
cuando el último pájaro
trina en una rama
mientras lo imagino.
Chengue.
En la radio anuncian que se han tomado el pueblo.
Que hubo explosiones
restos de carne que se estrellaron contra otros cuerpos.
Que todo fue muy rápido.
Que las gallinas dejaron en el aire
sus plumas como un ala de neblina
que no permitió ver con claridad
después de arder con el estallido
cuántos muertos fueron.
Que fue un horror no haberlos visto bien.
Que deberán regresar en la madrugada para contar los cuerpos
adivinar las formas entre los fragmentos
en pleno domingo,
sin día de descanso,
sin recibir un pago adicional.
Dijeron, en la radio, que la vida nunca es justa.
Escribo
desde la desgarradura de la tarde
cuando el último pájaro
trina en una rama
mientras lo imagino.
La música esa otra
luz
La casa caprichosa se mece,
equilibra su peso con el de la tarde,
ordena a sus muertos
duerme a sus niños
para que vuelva la fortuna.
En el pueblo
la gente cree ver la imagen de un dios
en las paredes.
Al amanecer se afilan las manos
para desentrañar ese rostro en el abismo que la piedra
guarda.
Cada tanto cruzan el umbral los visitantes;
la cabeza descubierta a pesar del polvo
y llegan con su canto
porque la música es otra luz jubilosa
después de tanta espera.
Cada tanto se desprende del cuerpo la palabra;
fractura apenas perceptible
entre lo humano y lo animal
que regresa el orden a las cosas.
Repite que todo pertenece al mismo barro,
que afuera
a la intemperie,
todo convulsiona con la misma intensidad
como la misma resistencia
al hambre, a la espera.
Apariciones
Qué
mueran los dioses, pero no ese temblor de las hojas donde nacen.
Nicolás Gómez Dávila
Como signos los dioses,
su voz sin polvo en las palabras
su voluntad que se vacía y reverbera sobre la vegetación
después de la lluvia;
su ardor en el corazón de mi perro que palpita;
en el reverso de un derrumbe
que quiebra la razón de lo dispuesto a caer.
Están los dioses en las cosas más sencillas.
En la tenacidad del sol
que incendia la tarde y muere trágico
sobre la carne y en los ojos.
En el cuerpo que se hunde entre la hierba
agitada por el viento que ondula;
en esa limpia ceremonia
que es abrirse el pecho y pasar
lenta la lengua
hasta que ese tentáculo prodigioso
de las entrañas descosa la canción.
La belleza.
De lo bello nos conmueve
su feroz manera de palpar
la herida que es el hombre.
Esa es la belleza;
a la intemperie aceptar de ojos abiertos
la vastedad de lo que llega.
Voluntad ciega que nos eleva fuera de los signos,
que nos iguala al parto de las cosas
llamadas a durar apenas el instante
en que se duelen pero cantan.
La belleza.
De lo bello nos conmueve
su feroz manera de palpar
la herida que es el hombre.
Esa es la belleza;
a la intemperie aceptar de ojos abiertos
la vastedad de lo que llega.
Voluntad ciega que nos eleva fuera de los signos,
que nos iguala al parto de las cosas
llamadas a durar apenas el instante
en que se duelen pero cantan.
Revelación
Éramos tres y
la calle,
pronunciábamos entre el vino
aquello que nos hace humanos:
el amor, la muerte, el tiempo.
De esquina a esquina
como si ese breve espacio fuera el mundo
y la ebriedad un útero oscuro,
nos mirábamos incrédulos
advirtiendo en el otro
la revelación de esa voluntad voraz,
fortuita
que lo mueve todo.
Se intuye el mundo en lo hondo que se esfuma
desde lo que tiembla vertiginoso en la palabra
lenta e incapaz de acercarse a esa vorágine.
Las calles del ebrio
en perpetua fuga
se caminan hacia el fondo y calladas.
Cuando sobrevienen la vigilia
la resaca, el hartazgo,
probamos otra vez
encajar como una vértebra
en el esqueleto del mundo.
Fuego de los días
De
espera en espera consumimos nuestra vida.
Epicuro
Por acá todo es casi fuego a diario,
el perro olfatea en la cocina
las cenizas de la luz;
eso es la desaparición
la ausencia de la lengua sobre el pan,
los ojos que desean lo que se hunde
en el misterio del mundo.
Yo no sé si es bueno nombrar,
yo no sé,
pero a veces
cuando amenaza el fuego lo más elemental,
uno se pregunta si de esa manera debe ser todo.
En la cocina
la tetera canta exasperada
y el olor a hierro quemado es el único vestigio
de un agua seca y reseca,
inexistente
entre el fondo negro de la olla.
Otro día es un cigarro que encuentra entre silbidos
el blanco corazón de la colilla que se ahoga,
allí el fuego es pasado,
certeza limpia.
Así también pasa con el cuerpo
y uno sigue preguntándose
qué lo quemará:
una enfermedad en los pulmones,
un carcinoma,
un balazo, una traición.
Quién sabe qué extraño fuego
acabe esta espera.
Segovia
Los perros también se acercaron
pero el hedor los alejó,
a ellos, que han aprendido a destilar de lo amargo
el amable vapor de la belleza.
El cuerpo ladeado se entregaba al abismo
suspendido de una rama, sus pies se sacudían
bellamente,
la cabeza inclinada hacia los ojos de sus padres
parecía vieja, aguerrida
en ese cuerpo hinchado y extraordinariamente joven.
Abierto el vientre dejaba ver la sangre seca que retenía
los órganos
como una mueca generosa de la muerte.
Los padres se balanceaban abrazados
tristísimos sobre sus propios pies
bailaban al ritmo del cuerpo que pendía de la rama.
Magdalena.
De una vieja ceiba
Matan el tiempo entre la selva,
Secretos.
Yo guardo secretos, madre,
tres soldados cuelgan un perro.
Como repitiendo los gestos de un espíritu cruel
intentan desprender su cabeza
intentan separarla de su cuerpo.
Por turnos estiran la cadena
que une al perro con el árbol
fuman,
ríen
toman aguardiente
en improvisadas copas hechas de totumo.
se divierten cuando el perro aúlla
y su llanto animal se extiende tremendo
hasta que al fin la cabeza
del cuerpo se separa.
Entonces toman sus fusiles en silencio
y vuelven por la espesa selva
tranquilos
a sus nocturnas rondas.
Secretos.
Yo guardo secretos, madre, que me matan.
Esta fugacidad
es una manera de nombrarlos:
tanto deseo de todo
y la nada ya tan dentro.
Magdalena.
De una vieja ceiba
Matan el tiempo entre la selva,
Secretos.
Yo guardo secretos, madre,
tres soldados cuelgan un perro.
Como repitiendo los gestos de un espíritu cruel
intentan desprender su cabeza
intentan separarla de su cuerpo.
Por turnos estiran la cadena
que une al perro con el árbol
fuman,
ríen
toman aguardiente
en improvisadas copas hechas de totumo.
se divierten cuando el perro aúlla
y su llanto animal se extiende tremendo
hasta que al fin la cabeza
del cuerpo se separa.
Entonces toman sus fusiles en silencio
y vuelven por la espesa selva
tranquilos
a sus nocturnas rondas.
Secretos.
Yo guardo secretos, madre, que me matan.
Esta fugacidad
es una manera de nombrarlos:
tanto deseo de todo
y la nada ya tan dentro.
Camila
Charry Noriega. Bogotá, Colombia, 1979. Es
profesional en Estudios literarios y aspirante a maestra en Estética e Historia
del arte. Ha publicado los libros Detrás
de la bruma, El día de hoy, Otros
ojos, El sol y la carne y Arde Babel. Premio de poesía Tomás
Vargas Osorio 2016, Premio internacional de poesía Ciro Mendía 2012 y 2015,
segundo puesto. Premio Nacional de poesía Casa Silva 2016. Premio Universidad
Industrial de Santander, (UIS) segundo lugar, 2016. Ha participado en diversos encuentros de
poesía en Colombia, América y Europa. Algunos
de sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, rumano, polaco, portugués
e italiano. Trabaja como profesora de
Literatura española.
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