Las palabras de bienvenida se derriten por el calor. No se pegan en la piel, resbalan como un idioma que apenas se pronuncia no deja ninguna vibración en la lengua. Es el español, su día. He sido invitado a Talanga, norte de Francisco Morazán y ahí llego, junto a Oscar Amaya, Igor Maradiaga, Nelson Ordóñez, Lety Elvir y Miguel Cabrera. Estamos ahí sentados, entonces, recibiendo el suave y honesto trato de escritores en podium. Vemos pasar la bandera e incluso el himno nacional que logro susurrar como una nana, sí, como algo que escuché en mi infancia, igual de tieso que los alumnos a mi alrededor, pero igual de ausente, lejanísimo.
La alta temperatura -digamos que 38 grados centígrados- ha puesto a zumbar el panal. Los estudiantes están como para una piscina y nosotros les llevamos palabras que se inflan y desinflan en el momento menos oportuno. Sin duda, un mal salvavidas. Habrá que inventarse algo pronto. Algo debe sobrevivir más allá del abrazo y la sonrisa. Decido: registraré tras bambalinas, iré a ver cómo se prepara El Quijote y cómo lo toman las chavas y chavos.
Aquí hay fiesta, es otro idioma, las palabras no se traban, es como la sensación de una efervescencia bajo la lengua. Otra cosa es que sobre el escenario los diálogos se tropiecen intentando coincidir con la actuación, pero aquí, la pura expectativa por la obra da otra obra.
La pasé de lo mejor. Al principio como esos pájaros de Macondo buscando morir en la sombra pero luego ya estaba captando lo que el español no cuenta como idioma, la pura representación de algo que fue o que tuvo sentido para alguien y que luego se volvió signo disperso. Al menos con la fotografía he intentado crear cierta unidad y agradecimiento por Ana Janeth, la amiga profesora que una vez, desde el aula de la Pedagógica, creyó posible esta actividad. Y claro, sin dejar a quien ha debido estar con nosotrxs: el poeta José Gonzáles, quien hizo el contacto hacia este día.
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