Volver de El Salvador y traerte un nombre, pequeño, lleno de
viento y lluvia: Juayúa. Volver de Nahuizalco y traerte un baile que va
escribiendo sobre las baldosas con roces secretos, de manera discreta, una
lengua sólo conocida por quien la baila. Leerla es bailarla, entonces, y los
círculos se van dando suavemente y de ellos sube el color hasta los labios
rojos de las bailarinas.
Había visto los volcanes desde niño. Hubo una carretera
desde donde se miraba, muy adentro de Honduras, el perfil dorado del viejo
Chaparrastique. Antes de subir al bus sorbía de él su bruma de ensueño hasta
que mi abuela me halaba presurosa. El volcán silencioso quedaba en un
territorio lejano e incógnito desde el cual nos llegaba el fragor de punzantes
detonaciones. Cierta noche pasaron las
imágenes de una plaza donde hormigueaban miles de personas bajo el fuego de
francotiradores. El noticiario hablaba de cientos de muertos provocados por los
comandos urbanos de la guerrilla y nada decía de los escuadrones de la mano
blanca que disparaban a discreción, tumbados en las terrazas alrededor del
funeral de Romero. Eso me traían las bolas de fuego, eso era lo que recordaba
en Nejapa junto al Duke. Volver a El Salvador, me decía en una especie de rezo,
volver y seguir las bolas de fuego casi quemándome en sus idas y vueltas,
ígneos recuerdos que sólo la lluvia, llamada de emergencia, logró apagar cerca
de la medianoche, antes que Popo Arreola dejara de darle al tambor más triste
de los garífunas en el exilio. “Fabri –me dijo-, Fabri, qué joven estás, y yo
tan lejano, tan viejo, aquí tocando”… No dijo más porque la lluvia caía en
serio y apagaba todo y el último quiebre del cuero sonaba ya como entre olas
que rompían en El Metalío, allá en Acajutla.
Luego Otoniel –pastor sin equivocaciones- arreándonos hacia
la poesía, a todos los que fuimos, conduciéndonos a pesar de su fiebre que lo
hizo contar menos chistes que antes, casi la misma fiebre con que logré verlo
en el video del Museo de la Imagen y la Palabra”. ¡Ahí está el Oto, ahí está el
Oto! Me dijo Marisol emocionada mientras señalaba una toma contrapicada donde
aparecía el poeta volando candela en la ofensiva Hasta el Tope de 1989. Y ahí
fue donde volvieron los fuegos de Nejapa con todas las conversaciones que
Otoniel me ha dado desde hace tantos años. Estallaban sus risotadas y caían
chispas por todos lados, se quemaban las buenas convenciones, regresaba la
huida hacia El Ocio en aquel ya lejano 2003, con Saul Ibargoyen, Allan Mills,
Lauren Mendinueta, Raúl Zurita y aquel Fabricio que no sabía gran cosa acerca
de los protocolos y se moría de felicidad de estar por primera vez en San Salvador.
Volver del corazón de América Central, volver de vos El
Salvador, de tu Sonsonate-Salarrué, de tu Santa Catarina de Masahuat, de tus 32
mil fantasmas de Izalco. Volver y traerme un nombre: Juayúa: lleno de viento y
lluvia, y de la poesía de Roberto Arizmendi, de Ricardo Ballón, Anarella Velez,
Rigoberto Paredes, Alejandro Urizar, Ramón Torres, Edgar Alfaro, Marco Tulio
del Arca, Manuel Ibarra y Anthony Molina. Subíamos hacia la lengua que quieren matar los
mismos de Daubisson, bajábamos hacia el Nahuat-Pipil que se sigue hablando a
despecho de tanta bomba y fusilamiento. No vi la mano blanca pintada en las
puertas de Nahuizalco ni de Salcoatitán, pero hay una mano transparente que
sigue oprimiendo la respiración de las abuelas y nietas de Ama. La pude
percibir. Las velas de colores se apagaban temerosas y el incienso a veces olía
a pólvora. No hay descanso aún para tantas y tantos, algo quedó enredado entre
los matorrales, algo como un hilo desprendido de un refajo multicolor pero
sangrante.
Te traigo un baile secreto, entonces, la suela debe rozar
apenas las baldosas de barro crear pequeños círculos e impulsarte suavemente el
salto. ¿Así es la cosa, Marvin Paula? Doña Merceditas asiente y me dice que
Marvin estuvo en el ballet folclórico salvadoreño y que nadie mejor para
enseñarme a leer los pasos. Rosarito ríe junto a Lucy. Marvin continúa y baila allí mismo casi al mismo
tiempo en que llega el busito para regresar a las lecturas. Pero yo sigo con lo
del baile. Veo el paisaje y el paisaje sigue en el baile, la suela de los
cerros roza las cenizas dejadas por los volcanes y, por breves momentos, se lee
algo que las marejadas borrarán de inmediato. Llegamos ante los estudiantes,
nos escuchan y comparten la poesía de lo indefinible. Sube el amigo de la
marimba de arco y nos habla en nahuat-pipil en un acto de resistencia más, en
un silbado dulce que hace florecer palabras alrededor nuestro, como collar de
garmendias, como polen salido del cráter del Izalco.
De vuelta en San Salvador. El polen antes disperso regresa y
los rostros de Krisma, Alfonso, Willian, Noé, Pedro y Alberto hacen rueda y vida. Nos
vamos despidiendo de a poco, así como hiciera ante la tumba de Morazán, de
Farabundo Martí, de Shafick. Nos vamos viendo desde la ventanilla, cierro los
ojos y vuleve la tumba muda de Maximiliano Martínez sin ninguna inscripción.
Vuelvo a ese momento en que decidí escupirla para dejarle una lápida de
desprecio. Floto en la piscina de Juayúa y vuelvo a rehacer la plática con
Rigoberto y las olas de Acajutla que le hacen recordar su hijo a Roberto, vuelvo al instante en que
conocí por fin a Santiago con todas las frecuencias radiales resumidas en su
Radio Venceremos. Allí mismo, donde bate
la mar del sur se sumerge Alejandro Urizar, allá mismo, desde las ventanillas
Vladimir Baiza me da su tono triste, de hermano de todas las guanaxias en el
torbellino silencioso en que ha quedado El Salvador.
¿Querías que te trajera algo, Esteban, mi pequeño
trotamundos? Te traigo un nombre: Juayúa, te traigo lluvia y viento, un país
pequeñito para que lo cuidés como aquel Chaparrastique que guardo siempre desde
niño, en la orilla de toda carretera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario